En las últimas semanas se discute sobre qué opciones permitiría nuestra Constitución para enfrentar una complicada situación política, en la que un presidente crecientemente impopular toma decisiones manifiestamente desacertadas (como él mismo ha reconocido, por ejemplo, con “algunas designaciones, así como [al] brindar confianza a quienes se aprovecharon y burlaron de ella”), o deja de tomar decisiones necesarias para enfrentar las múltiples crisis que nos agobian, y no parece mostrar mayor propósito de enmienda. Y que, además, tiene un entorno político cercano enfrentando serias denuncias de corrupción, con una fiscalía que investiga al propio presidente como presunto líder de una organización criminal.
Nuestro régimen político es presidencialista, y uno de sus rasgos centrales es que el presidente es elegido por voto popular para un período fijo de gobierno de cinco años. El período es fijo para defender al presidente electo de las contingencias políticas, en las que es previsible, sobre todo en un país como el nuestro, la caída en su popularidad, múltiples cuestionamientos de la oposición, protestas sociales y, también, acusaciones de corrupción dentro de su gobierno. Por esta razón, la presidencia solo puede quedar vacante ante la imposibilidad de seguir ejerciendo el cargo (porque el presidente fallece, adolece de una incapacidad física o mental, ha renunciado o está fuera del país sin permiso, según el artículo 113); por ello, el presidente solo puede ser acusado, durante su mandato, por traición a la patria, impedir las elecciones, disolver inconstitucionalmente el Congreso, o impedir su funcionamiento o el de los organismos electorales (artículo 117); y solo puede ser suspendido por alguna incapacidad temporal, o por encontrarse sometido a un proceso judicial, debido a las razones señaladas en el artículo 117. Por otro lado, el artículo 99, un tanto contradictoriamente, menciona que al presidente se le puede acusar por infracción a la Constitución y el artículo 100 habla de que el Congreso puede suspender al funcionario acusado, y algunos consideran que esta podría ser la puerta que permitiría la suspensión del presidente Pedro Castillo. Pero para que estos dos últimos artículos no rompan el carácter presidencialista de nuestro régimen político, las infracciones a la Constitución deben ser graves y flagrantes, porque, si no, se prestan para que grupos de oposición simplemente conspiren contra el presidente electo. Urge precisar qué debe entenderse por esas infracciones para evitar un uso arbitrario de ellas, que es lo que ha ocurrido con el concepto de “incapacidad moral”, tema también pendiente.
Recordemos que las normas constitucionales deben pensarse para funcionar hoy y mañana, con este y con futuros gobiernos, al margen de las simpatías o antipatías que despierten. No vaya a ocurrir que la herramienta que usamos en contra de nuestros opositores hoy sea la misma que ellos u otros usen en contra nuestra el día de mañana. Además, debemos evaluar qué habría pasado con gobiernos anteriores si hubiéramos aplicado las mismas reglas o estándares de exigencia que pretendemos aplicar para el gobierno actual, y qué consecuencias habrían tenido para nuestro funcionamiento democrático. Por ello, las salidas constitucionales deben ser pensadas con mucha cabeza fría. En esta línea, más pulcras, constitucionalmente hablando, son las salidas que pasan por reformas constitucionales transitorias que conduzcan excepcionalmente a un recorte de mandato, de ser imprescindible.
¿Significa esto que nuestro sistema político es incapaz de defenderse ante la eventualidad de un presidente que, en efecto, lidere una organización criminal? No necesariamente. Para ello son claves las investigaciones fiscales, aunque no conduzcan necesariamente a acusaciones, la acción de la prensa independiente, la movilización de la sociedad civil y la conducta de la oposición. Los problemas de gobernabilidad que tenemos no estarían así, necesariamente, en los límites de nuestro diseño constitucional, sino en la reticencia a ser más transparentes desde el poder, y en el funcionamiento de las instituciones y actores llamados a ejercer contrapesos y funciones de control. Sin actores democráticos, difícilmente funcionan las instituciones democráticas.