Abraham Valdelomar, el gran escritor peruano que murió el 3 de noviembre de 1919, sigue cerca de nosotros. Su aniversario nos recuerda que vivió una época convulsa como la de hoy. Entre 1908 y 1919, el Perú tuvo como presidentes a Augusto B. Leguía, Guillermo Billinghurst, Óscar R. Benavides y José Pardo y Barreda (en su segundo período). Billinghurst fue derrocado por Benavides. Pardo fue derrocado por Leguía, que se quedó 11 años en el poder (en sus dos períodos gobernó durante 15 años, más que cualquier presidente peruano). Pardo viviría años de exilio en Biarritz y volvería a Lima en 1944, reivindicado tres años antes de su muerte. El final de Leguía, sin embargo, fue terrible. Su casa fue incendiada por una turba y murió en el Hospital Naval del Callao, después de una dolorosa prisión.
Esos años son de una inestabilidad que solo se compara con la actual. Aunque en los últimos años no hemos tenido golpes de estado (al menos hasta el momento de escribir estas líneas).
Valdelomar respondió a esa inestabilidad con una adhesión. En 1912, apoyó con fervor la campaña de Billinghurst. Al ser elegido, don Guillermo lo haría director del diario oficial “El Peruano”. Luego, Valdelomar se iría a la legación peruana en Roma, donde escribió su obra maestra “El Caballero Carmelo”. Pero antes de viajar, se iba a batir a duelo con Alberto Ulloa Sotomayor, quien se oponía a la politización de la universidad. Ulloa había publicado un artículo en “La Prensa” que Valdelomar consideró ofensivo. Las espadas se entrecruzaron, pero como eran (o buscaban ser) dos caballeros, terminaron amistándose. Ulloa incluso prologaría su libro “El Caballero Carmelo”. Un tiempo después, habría un conato de duelo entre Valdelomar y Glicerio Tassara, el director del diario donde colaboraba, “La Prensa”.
Nieto de un inmigrante de Cantabria, que era pariente del virrey Pezuela, Valdelomar fue el sexto hijo de Anfiloquio Valdelomar y Carolina Pinto. Vivió en una casa modesta, en una aldea de Pisco (que recordaría en “Tristitia”), y llegó a Lima pensando en ser reconocido por la élite social. Luis Alberto Sánchez contaba que en una ocasión vio a Valdelomar ataviado con muchos colores. “Con tal de ser admitido por los limeños huachafos, me visto de cualquier modo”, le aclaró el escritor. En ocasiones, acercaba la cara a su mano derecha haciendo una aclaración: “Beso la mano que ha escrito ‘El Caballero Carmelo’”. En algún momento, dijo que el mayor deber del escritor en el Perú es evitar ser aplastado. Siendo provinciano, se convirtió en un dandi, se hizo llamar el Conde de Lemos, frecuentó el Palais Concert. Allí, donde se servían helados de pistacho, té y bizcochos, junto a una orquesta de damas vienesas que tocaban el vals, quiso llamar la atención sobre lo que era, un escritor. Llevaba escarpines, levita y monóculo. Era un camino para llamar la atención sobre lo esencial. Había escrito algunos cuentos magníficos. Una de sus frases fue: “En un país de sumisos, el orgullo no es un defecto sino una virtud”.
Al final de su vida, elegido representante por Ica ante el Congreso Regional del Centro, se dedicó a viajar por el Perú dando conferencias. Fue en uno de esos viajes, en Ayacucho, donde tuvo el accidente fatal. Pero su misión estaba cumplida. Había respondido a la inestabilidad de su tiempo con una serie de afirmaciones. Sus discursos, sus relatos, sus poemas. Murió antes de saber que esa época inestable daría paso a 11 años de autocracia y a un nuevo golpe de estado. Pero su ejemplo y sus palabras sobrevivieron. Por eso sigue aquí.