En un video ambientado en la huelga de maestros del 2017, hay una escena que define la conducta del actual presidente. Durante la protesta callejera, alguien le dice al profesor Pedro Castillo que se tire a la pista, con el obvio propósito de simular una lesión. Castillo lo hace y se queda quieto, como si efectivamente hubiera sido atacado.
El engaño, la simulación y el ocultamiento como estrategias de conducta explican algunos hechos recientes. Uno de ellos se vio el lunes pasado cuando el presidente anunció por Twitter que iba a apartar del cargo a Mirtha Vásquez. En el tuit, afirmó que lo hacía como resultado de una “evaluación” del Gabinete con el fin de “renovarlo”. No obstante, minutos más tarde, la ex primera ministra afirmó en su carta de renuncia (publicada en la misma red social) que su alejamiento era una iniciativa personal al no encontrar respaldo en el mandatario. En general, el instinto por el engaño ha acompañado al presidente como parte de una vocación por la clandestinidad desde que inauguró las visitas al pasaje de Breña. Sus alegatos, según los cuales el local solo le servía para tomar café con una familia amiga, son otro ejemplo. Lo mismo puede decirse de la falsa prueba positiva de COVID-19 que esgrimió su sobrino para no declarar ante la Comisión de Fiscalización del Congreso. Lo mismo puede decirse del funcionamiento de su “Gabinete en la sombra”.
La sombra, la oscuridad y el engaño pueden ser estrategias de un sindicalista, del opositor a una dictadura, de alguien que se siente avasallado y que quiere sobrevivir de algún modo. El presidente los ha asumido como un estilo del poder. El engaño para aparecer como una víctima o un “hombre del pueblo” es un insulto para todos quienes defienden las causas de la justicia social en nuestro país. Es irónico que su campaña estuviera signada por la frase “palabra de maestro”, lo que ha devaluado la palabra de cualquier maestro peruano.
Sin embargo, a lo largo de nuestra historia hemos sido tolerantes con la mentira. La cultura del engaño tiene una tradición en nuestro país. Es la que se pone en juego cuando se dan certificados o títulos universitarios en Azángaro. Es la que aparece cuando un vendedor de frutas o de carne altera su balanza para que pueda cobrar más. Es la que se celebra con frases como “se la hizo buena”, “es más vivo, pues” o “lo hizo cholito”. En una cultura como esta, el buen embaucador puede ser visto como un ejemplo. Y así hemos vivido. La cultura del engaño que lleva a la corrupción, navega a sus anchas en el mar de la informalidad. Es esa misma informalidad que ha sido favorecida en las licencias que ha dado el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, cuyo titular se ha mantenido. Es la misma que continuará si se consuma el atentado contra la Sunedu. Es la misma que hace que Valer niegue de un modo enfermizo evidencias sobre su pasado.
Engaño, informalidad y corrupción son los tres lentos jinetes en este apocalipsis chicha. En ese sentido, el Ejecutivo y el Congreso vienen mostrando que se dan la mano en una convivencia blanda en torno a intereses comunes de algunos de sus miembros.
Y aun así, creo que estas últimas semanas han servido para rescatar algunos hechos. Las unidades de investigación periodística en diarios, redes sociales y canales, los programas de opinión y entrevistas, la voz de algunos políticos decentes como Guillén y Vásquez que, aunque algo tarde, han dado la voz de alarma. También pienso en la calidad de algunos políticos jóvenes. Hay un puñado de ellos en actividad (uno de ellos es la congresista Flor Pablo), pero hay otros esperando entrar. Habrá alguno que no busque tirarse a la pista y, a pesar de todo, pueda mantenerse en pie.