Hace unos días, cuando me disponía a leer el periódico, mi nieto Mateo, de cinco años, se acercó: “papapa, quiero ser científico”. “¿Para qué quieres ser científico?”, le pregunté. Él contestó: “para hacer un ovni y viajar al espacio”, y echó a correr haciendo el ruido de un motor. ¿Cómo es que un niño tan pequeño tiene una idea sobre la ciencia y, además, sabe para qué sirve? Hay varias respuestas: o escuchó algunas conversaciones sobre el tema en la casa o Helena, su mamá, le leyó algunos cuentos para niños en los que hay inventos científicos.
Pudo haber sido también durante sus clases escolares virtuales, o en las películas animadas que ve en la televisión y en Internet. El hecho es que el niño sabía que un científico puede crear cosas.
Hace dos meses, leí en El Comercio una noticia que me produjo una gran satisfacción. Un reciente proyecto elaborado por egresados y alumnos de la UNI, del que el ingeniero Manuel Luque Casanave (compañero de colegio y ahora mi vecino de Surco) fue el principal conductor, ganó el concurso HERC NASA 2020, en la categoría “Technology Challenge Award for Wheel Design and Fabrication”, con un diseño innovador para ampliar la superficie de rodadura de las ruedas de un rover sobre superficies irregulares en la Luna y en Marte. El año pasado, la UNI, donde Luque es profesor, había ganado otro premio de la famosa central aereoespecial estadounidense.
En el 2010, cuando regresaba de Barbados, conocí en el avión al científico Marino Morikawa. Durante el viaje, él me explicó su plan de acción para descontaminar el Lago Titicaca. Su entusiasmo se debió a que le había dicho que los amaneceres en el Lago Titicaca eran uno de los más bellos en todo el mundo. Tenemos, así, a un niño que quiere ser científico, a un equipo de la UNI conducido por un científico, y a otro que quiere descontaminar el Titicaca. En los tres casos, la ciencia está presente.
La ciencia está en la razón y en el corazón del hombre, como lo están la filosofía y el arte. Muchos de los inventos científicos se encuentran atesorados en museos para que los visitantes los conozcan. La ciencia es una teoría para comprender el mundo y transformarlo, a través de la técnica que se deriva de ella.
El conocimiento científico, la investigación científica y su aplicación han contribuido a mejorar la vida de los seres humanos cuando se han orientado éticamente; es decir, cuando se han utilizado para construir vida y no para destruirla.
La ciencia es un arma muy poderosa que debe ser manejada responsablemente.
Creemos que el Perú merece tener museos de la ciencia, que en este artículo llamo “Urania”, en recuerdo de la musa de la astronomía y de las ciencias exactas.
Al respecto, el arquitecto Harry Orsos viene batallando por este proyecto desde hace algunos años. En julio del 2002, el Acuerdo Nacional aprobó que para el 2016 los peruanos deberíamos tener museos de ciencia y tecnología en siete ciudades.
Este proyecto fue anunciado nuevamente por el Concytec en el 2014, pero su implementación quedó sin fecha precisa. En el 2018, se anunció de nuevo que el museo de ciencia y tecnología estaría por lo menos iniciado, pero, por la pandemia, el proyecto tuvo que ser cancelado.
A pesar de todas la dificultades, no deberíamos abandonar este anhelo. No se trata solo de hacer un museo faraónico en la capital, sino de construir museos medianos en Lima y provincias, que cumplan la función de atesorar las creaciones científicas y los inventos tecnológicos hechos en el Perú, y que sirvan con un propósito cultural y pedagógico, para que, como dice el Acuerdo Nacional, generen “la aceptación social de la ciencia y la participación de la comunidad en acciones de valoración científica”.
Estos museos descentralizados deben construirse en homenaje a los científicos peruanos, precisamente hoy que la única forma de terminar con el COVID-19 es por medio de la investigación científica.