“Cuando salí de Venezuela” podrían cantar ocho millones de personas forzadas al exilio en el Perú, en Colombia, en Chile y en otros países. La puesta en escena de los ritos de la juramentación, desconociendo impunemente la derrota ampliamente documentada por la oposición, atrajo los ojos del mundo hacia las consecuencias políticas –la prepotencia y el autoritarismo– del paraíso socialista de este siglo y de todos los anteriores. Pero no debemos olvidar ni minimizar sus consecuencias económicas.
En términos de PBI per cápita, Venezuela era el país más rico de América Latina en 1998, el año que Hugo Chávez fue elegido presidente; más que Argentina, más que México, más que Uruguay. Desde entonces, su economía se ha encogido 60%. Si la medimos desde su apogeo, en el 2013, la contracción es mayor al 70%. El éxodo, masivo como es, no alcanza esa proporción, lo que quiere decir que el ingreso promedio de los venezolanos que se han quedado en su país se ha reducido a la mitad o a la tercera parte en menos de una década.
Chávez, que llamaba a Velasco “mi general” y cuya palabra favorita era “exprópiese”, podría decir en su descargo que dejó una economía boyante. Una figura forzada porque en sus 15 años de gobierno presidió tres recesiones y la tasa de crecimiento anual fue de apenas 2,6% en promedio. Sus mejores años fueron del 2004 al 2008, cuando el precio del petróleo subió de US$30 por barril a US$140. En el momento en que empezó a bajar la economía nuevamente se hundió y el déficit fiscal se fue al 7% del PBI. Nunca más tuvo Chávez un superávit, y no lo tuvo Maduro tampoco en sus primeros diez años de gobierno.
Tanto déficit fiscal, en un país donde la independencia del banco central no puede darse por sentada, tenía que acabar inevitablemente en una hiperinflación. Chávez no vivió para escuchar la explosión, pero fue él el que prendió la mecha. Aun con el precio del petróleo por las nubes, la inflación bordeaba el 20%. Tras la caída del petróleo dio un salto y luego otro, y ya con Maduro se fue hasta 130.000%. Tuvieron que quitarle cinco ceros a la moneda porque los precios y los fardos de billetes con los que se tenía que pagar se habían hecho inmanejables. Solamente cuando se permitió usar el dólar comenzó la inflación a moderarse, pero aún hoy, desde una altura del 85%, sigue azotando sin descansar.