‘Verba volant, noscripta manet’ es un latinazgo que alude a esa sabiduría popular que nos indica que hay que ser diligentes con lo que decimos de modo escrito, pues a las palabras se las lleva el viento; mientras que los escritos permanecen y hacen prueba.
Y el ‘verba volant’ aplica con más razón en el mundo de Twitter, en el que todo lo que colocamos deja una huella que muchas veces se vuelve indeleble, más allá de los actos de contrición. Esta realidad que no siempre emerge claramente se opaca por la contundente carga emocional que evidenciamos cuando escribimos tuits, intentando defendernos de lo que consideramos ataques a nuestra propia valía.
Como ya he indicado antes aquí, el mundo de las redes sociales ejerce hasta en el más ecuánime un efecto desinhibidor, que implica mostrar lo peor de nosotros, convirtiéndonos en odiadores –'haters’, en inglés–, a veces sin querer queriendo.
Los últimos días hemos sido testigos inopinados de algunos intercambios, entre políticos y analistas –verbigracia Aníbal Torres vs Augusto Álvarez– que nos muestran lo fácil que es caer en la ‘tentación del hater’: proyectar un ‘yo’ superlativo y tribal incapaz de empatía.
En efecto, existen estudios psicológicos que explican que esta tentación ‘hater’ puede asimilarse a lo que algunos expertos llaman el ‘efecto de desinhibición en línea’, que nos lleva a modificar –temporalmente– nuestro registro de valores y autocontenciones, dejando de lado las bridas de la educación o las normas socialmente establecidas.
No obstante, a veces la ‘tentación hater’ no es tan espontánea y puede tener tras de sí la mera manipulación, lamentablemente. Para mayor ahondamiento, recomiendo fuertemente buscar en Netflix la película “Hater” –que así se llama–, donde se nos muestra cómo la simple edición de imágenes y la creación de perfiles falsos logran orquestar un tiroteo en la reputación del mejor premunido, acribillándolo hasta lograr una respuesta igual o peor de violenta.
Dado que los odiadores pueden ser espontáneos, o no, es pertinente que en el caso de funcionarios públicos que opinan en las redes sociales se transparente si la cuenta se maneja directamente o vía interpósita persona. Es decir, si se han contratado los servicios de una agencia de mercadeo o a alguien para que maneje la cuenta.
El tema no es menor, porque en el caso de los servidores públicos (parlamentarios, ministros, primeros ministros e incluso el mismísimo presidente de la República), el derecho a la libertad de expresión ha de ponderarse a favor de la rendición de cuentas ante la ciudadanía. Un tuit del señor Pedro Castillo definitivamente tendrá un efecto de resonancia mayor al de cualquier ciudadano, lo que incluye incitar la fácil combustión de pasiones ‘haters’ reales o fingidas.
Correspondería, por ello, que estos funcionarios transparenten de manera clara si sus cuentas son manejadas por propia mano, y así deslindar de cualquier sospecha que los involucre con actividades nocivas en las redes sociales. En ese sentido, la inquietud que el periodista Álvarez Rodrich ha planteado en Twitter cuando desliza la idea que eventualmente la andanada de comentarios altisonantes que recibe últimamente ahí podrían ser dirigidos, da pie a alguna norma administrativa que sugiera el modo en el que los servidores públicos deben actuar en estos espacios digitales. Como dato adicional, hay que recordar que ya han existido este tipo de regulaciones en algunas entidades estatales, como, por ejemplo, en la Contraloría General de la República.
Y para terminar, una fábula nórdica: cuando en Noruega a los niños pequeños se les quería sosegar, se les decía que, a más chillidos, más fácil que apareciese frente a ellos un personaje feo, grande y gritón, al que se llama ‘Troll’. En cambio, si el niño dejaba de llorar y no prestaba atención a los gritos del ‘Troll’, más pequeño se hacia este ser hasta explotar y desaparecer. Moraleja: la próxima vez que un ‘troll/hater’ le grite, acuérdese de este cuento noruego. No les haga caso y verá como revientan en su ira.