Cada vez que se avecina un proceso electoral, la importancia de votar empuñando la mayor cantidad de información posible sobre los candidatos, y el proceso en sí, es exaltada tanto por los medios de comunicación como por las autoridades encargadas de organizar los comicios. Se trata, pues, de un requisito obvio y básico para emitir un voto responsable, consciente de las implicancias que tal o cual decisión pueda tener en el país y en la vida de los ciudadanos. Sin embargo, el artículo 191 de la Ley Orgánica de Elecciones, que prohíbe la difusión de encuestas en los días previos a que los peruanos acudan a las urnas, atenta directamente contra este principio.
Para empezar, es evidente que hay un divorcio entre lo que la norma pretende y la realidad. Como suele ocurrir, las prohibiciones expresas a la provisión de un producto o servicio no eliminan la demanda por los mismos, solo la dirigen a fuentes clandestinas. En este caso, si los ciudadanos necesitan información encontrarán la manera de obtenerla a pesar de las proscripciones, solo que con el riesgo de que aquello que se obtiene sea fraudulento o engañoso, toda vez que los medios confiables de difusión están impedidos de compartir la data verificada y con el rigor de las encuestadoras profesionales. Algunos, como ocurrió días antes del 11 de abril, logran acceder a los sondeos reales gracias a las conexiones que puedan tener, mientras que muchos quedan expuestos a reportes hechizos que solo terminan por desinformarlos.
En ese sentido, si lo que pretende la ley que nos ocupa es “proteger” a la población de ser influenciada en vísperas de los comicios, es claro que logra todo lo contrario. Las encuestas compiladas de forma responsable y ajustada a criterios científicos no hacen más que ofrecer imágenes de la realidad que pueden nutrir las decisiones de los votantes. Pretender salvaguardarlos de ello es condescendiente y, ante la presencia de tanta información falsa, peligroso, ya que quienes buscan “influenciar” el voto no lo hacen en base a la verdad, sino a mentiras que la norma hace casi imposible conjurar.
Los resultados de la primera vuelta del domingo, y los de otros procesos pasados, demuestran que en las últimas semanas ocurren cambios en las preferencias que la ciudadanía merece conocer. En 1990, Alberto Fujimori subió vertiginosamente en la última semana de la elección. En el 2018 ocurrió algo parecido con Jorge Muñoz en la carrera por la Municipalidad de Lima. Este año, Pedro Castillo, un candidato que hasta hace pocas semanas ocupaba la categoría “otros”, escaló en la última semana lo suficiente para llegar a la segunda vuelta.
En general, en campañas en las que los márgenes entre los aspirantes a cargos públicos son tan estrechos, tener información constante sobre cómo se perfilan las tendencias es de suma importancia. En este punto habrá quienes cuestionen que se decida el voto a partir de la posición de los políticos en las preferencias, pero si ello se hace o no es competencia exclusiva del ciudadano que tiene soberanía sobre su derecho a elegir. Los factores que cada uno tome en cuenta para ejercer su ciudadanía no deberían limitarse en base a los criterios que el Estado de forma antojadiza considere convenientes. Todas las herramientas tienen que estar en manos de los peruanos para que hagan lo que consideren más apropiado y ello incluye las encuestas. Prohibirlas, en cualquier momento, es perjudicarlos.
La información, en el contexto de un proceso electoral, cumple dos funciones fundamentales: primero, les permite a los votantes decidir con mayor consciencia quiénes los representarán mejor desde el poder. Segundo, y tan importante como la anterior, permite enfrentar las mentiras que se suelen propalar. El silencio electoral contraviene ambas.