Este sábado, un volcán submarino erupcionó en Tonga (Polinesia) y las alertas de tsunami se encendieron en varios de los países con costas en el océano Pacífico que corrían peligro de verse perjudicados por las grandes olas que el evento podía producir en sus litorales. Las alarmas se activaron, por ejemplo, en Chile o en Ecuador, pero en el Perú no… Y algunas horas más tarde, la furia marina desatada por la referida erupción ocasionó dos muertes por ahogo en Lambayeque y daños considerables en lugares como Paracas y otras playas.
¿Qué ocurrió? ¿Por qué la situación nos cogió desprevenidos? Según ha declarado a este Diario el capitán de corbeta Giacomo Morote, del Centro Nacional de Alerta de Tsunami (CNAT) de la Marina, la razón de que tal alerta no se emitiera fue que no se cumplieron tres de los criterios que el protocolo de esa institución establece para hacerlo: un sismo de una magnitud mayor a los 8 grados, que el movimiento se produzca en el fondo marino y que no se registre a una gran profundidad. En consecuencia, en los boletines que divulgó ese día la Marina se descartó la posibilidad de un tsunami.
En el tercer párrafo del primero de ellos, sin embargo, se advirtió del riesgo de “oleajes anómalos”: el fenómeno que finalmente acarreó las desgracias ya mencionadas. La información, adicionalmente, fue reiterada horas después, a pesar de que, de acuerdo con el capitán Morote, son otros organismos pertenecientes al Sistema Nacional de Alerta de Tsunami –como, por ejemplo, el Instituto de Defensa Civil (Indeci)– los responsables de “maximizar” la difusión de tales notificaciones. De cualquier forma, ha hecho saber el oficial, la Marina ha iniciado una revisión interna para determinar si la ejecución del protocolo en cuestión fue este sábado adecuada o inapropiada.
Más allá de esta revisión, no obstante, se puede apuntar varias cosas preocupantes. La primera de ellas es que una información tan relevante como la de la peligrosa presencia de “oleajes anómalos” en nuestras costas hubiese sido reservada para el tercer párrafo del boletín original de advertencia, y no colocada al principio mismo del mensaje, como la circunstancia exigía. Y la segunda es que las alusiones a “otros organismos” del Sistema Nacional de Alertas que no habrían cumplido con la tarea de dar la voz de alarma dejan todo el sabor de ser una respuesta burocrática ante un contexto que requería una reacción inmediata.
La desidia oficial que parecería haberse hecho presente en este trance no es por cierto muy diferente a la que nos ha hecho levantar una voz de crítica y protesta desde estas páginas en otras oportunidades y a propósito de otros desastres naturales. Se trata, en el fondo, de la misma desidia que explica que el sistema de alerta sísmica esté avanzando con pies de plomo (anteriormente se anunció que estaría listo para inicios de este año y ahora se estima que lo estará para el segundo semestre) o que el fenómeno de El Niño cause, cada vez que se presenta, estragos que podrían haberse evitado. O, mutatis mutandis, que los incendios que se desatan en locales comerciales levantados sin respetar las pautas formales de construcción desencadenen las devastaciones que hemos conocido tantas veces en nuestro país.
El hecho de que, frente a circunstancias como estas, las instancias llamadas a intervenir sean varias y con funciones no siempre bien delimitadas sirve con frecuencia de excusa para practicar una especie de política del “gran bonetón”, en la que se intenta desplazar la responsabilidad de cualquier calamidad ocurrida a alguien más, en lugar de asegurarse de que las alarmas que nunca suenan la próxima vez lo hagan.
En casos como el de este fin de semana, por ejemplo, la existencia de muchos municipios de distritos colindantes con el mar con protocolos distintos para enfrentar el problema es la fórmula segura de una reacción tardía, dispersa e ineficaz: el escenario para la catástrofe perfecta cuando un auténtico desastre natural nos azote.