ALESSANDRO CURRARINO/EL COMERCIO
ALESSANDRO CURRARINO/EL COMERCIO
/ ALESSANDRO CURRARINO
Editorial El Comercio

Nueve días atrás, un temblor más fuerte de lo habitual nos dio un buen susto. Como se sabe, tuvo una magnitud de 6.0 y tuvo una duración suficiente como para que muchas personas alcanzaran la calle. Mientras la tierra se movía, el que menos recordó algún otro episodio sísmico importante y temió que las cosas llegaran al extremo del terremoto del 2007.

Felizmente, eso no ocurrió. El piso dejó de temblar y las réplicas fueron, en su mayoría, imperceptibles. Los daños materiales no fueron severos, y si bien lamentablemente el sismo ocasionó el fallecimiento de un niño de 6 años con epilepsia, por fortuna no hubo más víctimas. A raíz de ello, la mayoría pareció olvidar rápidamente el susto y volvió a su rutina normal; es decir, a vivir sus vidas como si aquello no fuera un recordatorio de la gran amenaza que pende sobre los peruanos por el hecho de que habitamos un territorio ubicado en el llamado Cinturón de Fuego del Pacífico, que concentra cerca del 85% de la actividad sísmica mundial. Y eso sí es grave. Particularmente si consideramos que, como señaló el jefe del Instituto Geofísico del Perú (IGP), Hernando Tavera, el reciente temblor no supuso una gran liberación de la energía acumulada en las placas tectónicas y Lima viene experimentando un “silencio sísmico” que se ha extendido por más de 200 años. El terremoto de Pisco de hace casi 14 años, precisó también el especialista, liberó solamente un 20% de la energía acumulada que existía en ese momento, de manera que es de imaginar la catástrofe que podría desatarse en la capital y otros lugares del país ante un evento de mayores proporciones.

Por nuestra localización y nuestra historia, sabemos que eso de todas maneras sucederá; aunque prever cuándo resulta imposible. Por eso mismo, sin embargo, estar permanentemente preparados para enfrentar un evento así es imperativo.

Lo cierto, no obstante, es que ni las autoridades ni los ciudadanos de a pie terminamos de tomarnos este problema en serio, pues realizar simulacros cada cierto tiempo o tener una mochila preparada detrás de la puerta no es suficiente.

Hagámonos las siguientes preguntas: ¿se está ejecutando el presupuesto de prevención de desastres?, ¿se está fiscalizando que las nuevas construcciones en la ciudad se adapten a los lineamientos de precaución que nuestra realidad requiere? Lo sucedido días atrás en Miami, donde un edificio se desplomó de la noche a la mañana causando no menos de 16 víctimas mortales, podría fácilmente repetirse acá causando una tragedia a mucho mayor escala… Y en el nivel doméstico, ¿tenemos todos claro cuál sería la ruta de evacuación una vez con las mochilas en la mano?

Singularmente sintomático a propósito de la desidia que existe en torno a la materia, dicho sea de paso, es el hecho de que ninguno de los planes de gobierno de los partidos que compitieron en las últimas elecciones la incluyera de manera relevante.

Sacudones como el de hace pocos días, entonces, deberían funcionar como alarmas. No contra los terremotos, sino contra la indolencia con la que sistemáticamente encaramos esta situación. Como decíamos al principio, pasado el susto inicial, todos volvemos al tren de nuestra vida cotidiana como si nada hubiera pasado, porque la verdad es que, hoy por hoy, las angustias e incertidumbres de esa vida cotidiana son enormes.

La reflexión que habría que hacer, sin embargo, es cuánto más profundas se harían esas angustias e incertidumbres si a los problemas con los que tenemos que lidiar en el presente se les agregase el de un cataclismo de dimensiones impredecibles. No se trata, desde luego, de un pensamiento agradable, pero retirarlo de nuestra atención mientras la urgencia no se presente es frívolo y temerario.

Hagamos votos, en consecuencia, para que el aviso que recibimos la noche del martes 22 no pase, como tantas otras veces, inadvertido: podría ser el último.

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