Las recientes tensiones entre los poderes Judicial y Legislativo, a propósito de la decisión del Tercer Juzgado Constitucional Transitorio de admitir a trámite una demanda de amparo que busca anular el proceso de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional por parte del Congreso, son una expresión más de los numerosos conflictos entre instituciones del Estado que el país ha experimentado en los últimos cinco años. Y una muestra de lo que debería evitarse en el lustro que se avecina.
Decir que el balance del período 2016-2021 es lamentable sería ser indulgentes, toda vez que durante este quinquenio la fibra institucional de nuestro país y la solvencia de nuestra democracia fue puesta a prueba como hacía tiempo que no ocurría. Los enfrentamientos entre el Gobierno y el Parlamento han sido quizá los más graves y los que mayores perjuicios han generado y, en todos los casos, se trata de crisis que hubiesen podido ser evitadas con un poco de voluntad política y prudencia de todas las partes.
Por ejemplo, los reiterados intentos por vacar a Pedro Pablo Kuczynski, que desembocaron en su renuncia en el 2018, tuvieron un claro tenor revanchista por parte de la bancada mayoritaria de ese entonces. La disolución del Congreso, perpetrada por Martín Vizcarra el 30 de setiembre del 2019, supuso una interpretación antojadiza (posteriormente avalada por el Tribunal Constitucional, hay que decirlo) de los designios constitucionales, y las consecuencias fueron semanas de zozobra y, luego, una plétora de decretos de urgencia a través de los que el entonces jefe del Estado gobernó con pocos (o sin) contrapesos. Después vendrían la vacancia de Vizcarra en el segundo intento del año pasado y la asunción de Manuel Merino como mandatario, quien renunció días después tras la muerte de dos jóvenes en las protestas que siguieron a su juramentación. Francisco Sagasti asumió el cargo y lo mantiene hasta ahora.
En corto, hemos sido testigos de serios conflictos entre los poderes del Estado que, en gran medida, fueron consecuencia del uso abusivo de algunas de las herramientas de control político que la Constitución otorga. Las mismas que, en casos como la disolución ensayada por Vizcarra, buscaban impedir que algunas instituciones ejerzan con libertad las facultades que las normas les otorgan. En esa misma línea, el Legislativo hizo costumbre en estos últimos cinco años de blindar y proteger a algunos de sus miembros requeridos por el Poder Judicial.
Dada la posible naturaleza del nuevo Ejecutivo, y la conocida composición del nuevo Congreso, el potencial para conflictos es muy alto. Por un lado, podría instalarse un gobierno de inclinaciones marxistas-leninistas y, por el otro, se viene un Parlamento con fuerzas más asociadas con la derecha. El ánimo de uno y otro por perjudicarse entre sí estará ahí. Y, claro, no se podría pretender que alguno abandone sus funciones para congraciarse con el otro, pero a diferencia de lo que ha venido pasando, la clave estará en que se empleen medidas extremas solo cuando sea necesario y, además, en que se respeten escrupulosamente las jurisdicciones constitucionales de ambos.
La tarea será difícil, pero es fundamental. Lamentablemente, así como el probable presidente Pedro Castillo y sus adláteres han hablado de disolver el Parlamento y de cambiar la Constitución, algunos legisladores electos han planteado la posibilidad de anular las elecciones y han sido indulgentes con llamados a golpes de Estado. Un mal comienzo, pero que puede enmendarse en el camino. El trabajo de ambas instituciones es contrapesarse, no demolerse.
El país, luego de tantos eventos traumáticos y crisis agudas, necesita tranquilidad y estabilidad. Las autoridades electas y todos los funcionarios públicos tienen la obligación de contribuir a ello, no a lo contrario.