La democracia es una de las mayores conquistas de la civilización. Allí donde antes existía solo una antigua pulsión de unos por querer dominar a otros, instaló una forma pacífica de establecer a quién pensaba la mayoría de integrantes de una determinada sociedad que se le debía encargar el gobierno de sus destinos, poniéndole además limitaciones muy claras al ejercicio del poder derivado de esa decisión. Limitaciones que tenían que ver, sobre todo, con el tiempo de duración de ese encargo, así como con el respeto a ciertos derechos fundamentales de los individuos y las minorías que formaban parte de la comunidad por ser gobernada.
A esos atributos iniciales se les fueron sumando a lo largo de la historia otros que buscaban impedir también los abusos de quien sostuviera ocasionalmente el timón de la nave del Estado: la distribución de responsabilidades con un Poder Legislativo y un Poder Judicial que debían ejercer contrapeso frente al que le tocaba administrar a quien representase al Ejecutivo y la existencia de una prensa libre que pudiera contribuir con la fiscalización de esos tres poderes. Todo eso, finalmente, consagrado en un texto constitucional que enmarcaba el orden dentro del cual esos procesos debían tener lugar.
El resultado de esa compleja urdimbre institucional fue la convivencia pacífica… que no es lo mismo que exenta de tensiones. La democracia, en realidad, plantea un camino lento y trabajoso de lidiar con los conflictos de todo tipo que se suscitan en una sociedad, y de ahí la tentación permanente de muchos de sus participantes de cortar camino y arrasar con ella para llegar a sus fines.
Algo de eso hemos visto en el proceso electoral que hoy culmina. Nadie, por supuesto, ha llegado a decir que hay que liquidar la democracia, pero las amenazas hacia sus instituciones y procedimientos han sido lo suficientemente elocuentes al respecto. Y por momentos, parecería que vastos sectores de la población estarían dispuestos a acompañar ese afán de avasallar el sistema que nos rige, bajo la ilusión de que eso les proporcionaría soluciones inmediatas a los problemas que padecen.
La verdad, no obstante, es que la democracia nos ha permitido a los peruanos vivir los últimos 20 años –el período más largo de nuestra historia sin interrupciones del Estado de derecho– bajo un orden legal previsible y administrado por gobiernos reconocidos por todos (o casi todos), decir en voz alta lo que pensamos al respecto y buscar así la tramitación de nuestras diferencias en relativa paz. Es decir, convivir civilizadamente.
Desde luego, nos hemos encontrado en repetidas oportunidades frente a situaciones que han mostrado los vacíos y carencias de ese orden tal como existe entre nosotros. Por un lado, hemos sido testigos del aprovechamiento personal de los cargos por parte de autoridades de todo tipo, así como de la infiltración de las instancias de poder nacionales, regionales y locales por parte de la corrupción; y por otro, hemos sentido crujir los engranajes del sistema cuando se ha forzado hasta la extenuación, por ejemplo, las figuras de la cuestión de confianza y la vacancia presidencial.
Sin ir muy lejos, la legislatura adicional que se ha sacado en estos días de la manga la actual representación nacional para poder aprobar distintas reformas antes de que su mandato venza deja el claro sabor de la tropelía final de una conformación parlamentaria que no se ha caracterizado por su proceder discreto.
Todo eso ha provocado que hoy nos encontremos en medio de una segunda vuelta en la que el respeto por la democracia aparece en la superficie de los discursos, pero en la que en realidad las actitudes sugieren más bien una disposición a dejar que la virulencia del enfrentamiento acabe por fagocitarla. Dándole un vuelco completo al sentido de una frase conocida en la historia del Perú, sin embargo, habría que decirles a quienes están en ese pernicioso afán que la democracia no se come. Esto es, no puede ser devorada por aquellos que participan de ella solo porque es una vía para acceder al poder, y si en el camino resulta desguazada, pues mala suerte…
Muy por el contrario, la democracia necesita ser alimentada. Y esa es la difícil tarea que le espera, primordialmente, a quien nos gobierne a partir del 28 de julio; pero también a quienes ocupen un lugar en el próximo Parlamento.
Con sus virtudes y sus defectos, la democracia que hoy nos permitirá concederle un mandato al futuro presidente nos ha servido para identificarnos como una sociedad unida en el respeto a derechos básicos y reglas de juego estables. No la echemos por la borda, entonces, al calor de las confrontaciones de esta hora porque, como recordó alguna vez con ironía Winston Churchill, “es la peor forma de gobierno, a excepción de todas las otras que han sido ensayadas de tiempo en tiempo”.