Ayer el juez supremo Javier Arévalo Vela asumió funciones como presidente del Poder Judicial, un cargo en el que se debe mantener, en principio, por los próximos dos años. Habida cuenta del extendido descrédito que sufren en estos momentos tanto los representantes del Poder Ejecutivo como del Legislativo, la gestión de Arévalo puede marcar la diferencia en la manera en la que los peruanos perciben a sus instituciones. Una tarea hercúlea, sin duda alguna.
Por supuesto, dos años es un tiempo demasiado acotado como para que una sola gestión pueda convertir lo que hoy es un Poder Judicial anacrónico, lento y percibido como corrupto por un grueso de la ciudadanía en uno que sea todo lo contrario. Sin embargo, también es cierto que todo cambio se inicia necesariamente con un primer paso y que la presidencia del magistrado Arévalo puede dar varios en el sentido correcto.
Por lo pronto, ayer, durante la ceremonia en la que juró como cabeza del PJ, adelantó que su mandato girará en torno de ocho ejes: autonomía e independencia de la función jurisdiccional, transparencia y lucha contra la corrupción, descarga procesal, modernización institucional, fortalecimiento de la capacidad institucional, magistrados y recursos humanos, acceso a la justicia y compromiso con la seguridad ciudadana.
También fue muy enfático al destacar la necesidad de defender “la independencia judicial frente a otros poderes y órganos del Estado, así como frente a los poderes fácticos que tratan de influir en las decisiones de los jueces con el pretexto de representar el sentir de la opinión pública” y expresó su condena de la violencia contra la mujer, así como de “todo acto de violencia y odio contra otras colectividades en situación de vulnerabilidad”. Esta última mención resulta sumamente importante tomando en cuenta las innumerables veces en las que mujeres y personas de la población LGTB han acudido al Poder Judicial solo para terminar siendo doblemente maltratadas por magistrados con razonamientos francamente deleznables; entre ellos, el del propio Arévalo, que en un voto singular en una sentencia del 2020 afirmó que las personas que tienen una orientación sexual hacia otras de su mismo sexo lo harían debido a motivos “psicológicos” y “sociales”, motivo por el que fue duramente cuestionado en su momento por organizaciones como Demus.
Más allá del discurso y de los lineamientos de su gestión, que pueden sonar bien para la tribuna, creemos que esta debería estar enfocada en proveerle a la ciudadanía una justicia incorruptible, célere y moderna. Sobre lo primero, porque más de cuatro años después de su destape, la sombra que el caso conocido como Los Cuellos Blancos del Puerto –que evidenció la indolencia y desfachatez con la que varios magistrados, entre ellos algunos ubicados en los niveles más altos del Poder Judicial, negociaban desde nombramientos hasta sentencias– proyectó sobre la institución que hoy preside Javier Arévalo todavía no ha conseguido removerse del todo.
Sobre lo segundo, porque ninguna justicia será posible si los procesos que los ciudadanos toman para alcanzarla se prolongan durante años de manera innecesaria (con los costos, además, que estas demoras implican). Y sobre lo tercero, porque en pleno 2023 seguir arrastrando métodos y herramientas de trabajo de mediados del siglo pasado es sencillamente injustificable. Al final, además, es evidente que estas tres necesidades van de la mano, pues una justicia moderna y célere es aquella que menos espacios dejará para que la corrupción pueda infiltrarse y sacar el mayor provecho de ella.
Hay que decir también, por otro lado, que preocupa que el flamante presidente del PJ tenga todavía un proceso disciplinario pendiente de resolverse en la Junta Nacional de Justicia por la contratación de su hermano en el Jurado Nacional de Elecciones (JNE), pese a que la ley lo prohibía. Un caso que podría terminar con su amonestación, su suspensión e, inclusive, con su destitución...
No es nada fácil la tarea que se abre para la gestión del magistrado Arévalo. Sin embargo, del éxito que tenga nos beneficiaremos todos, pues pocas cosas hacen tanto para el bienestar de la ciudadanía como el saber que se cuenta con una justicia predictible, rápida y, por supuesto, incorruptible.
"Mejorar el control interno en la judicatura para fiscalizar la labor de los magistrados a lo largo y ancho del país resulta insoslayable a partir de este momento para que nunca más la distracción o la atención que demandan otras funciones sean esgrimidas como excusa de no haber visto la corrupción"