Todo parece indicar, hasta ahora, que a partir del lunes de la próxima semana entraremos en una etapa distinta de la emergencia. Una en la que algunas de las restricciones referidas a la movilidad social y la actividad económica serán levantadas. Es lo que el Gobierno sugirió al anunciar la última extensión de la cuarentena, dos semanas atrás, y es a lo que apuntan también las disposiciones relativas a la reanudación de las operaciones de determinados sectores del comercio, la minería, la pesca y la construcción aparecidas en los últimos días.
‘Sugerir’ y ‘apuntar’ no son, sin embargo, los verbos que más convienen a la coyuntura que se avecina. Uno de los problemas que enfrentamos con relación a ella radica precisamente en la escasa claridad de lo que se anuncia. Cumplidos los protocolos que se exijan, aparentemente un número relevante de empresas podrá empezar a funcionar otra vez. ¿Pero qué hay de la gente? ¿Qué podremos hacer y de qué tendremos que seguir absteniéndonos los ciudadanos comunes desde el lunes?
¿Nos estará permitido salir de casa para asuntos distintos que la compra de lo esencial o la atención de urgencias por motivos de salud? ¿Podrá hacerlo más de una persona por hogar? ¿Seguirá rigiendo el toque de queda? Y si es así, ¿entre qué horas? ¿Continuará la orden de inmovilidad total los domingos? A propósito de todo esto, nos movemos sencillamente en el reino de lo tácito.
Por un lado, la ausencia de información parece obedecer a una cierta perplejidad del propio Gobierno sobre qué conviene autorizar y qué no. Y por otro, a la evidencia de que existe una creciente inercia en la población a ir desacatando lo que le resulta impracticable. Concretamente, lo que le impide satisfacer sus necesidades diarias de subsistencia.
En los mercados, en las agencias bancarias donde se entregan los bonos o se retiran las CTS o en las puertas de los hospitales, las personas se han aglomerado a lo largo de todo el tiempo de supuesto distanciamiento social, llevadas muchas veces por la desesperación, e inevitablemente han favorecido así el contagio. Eso será seguramente objeto de críticas cuando la tormenta amaine, pero en este momento es más importante saber cómo se va a proceder en esos mismos escenarios a partir de la próxima semana.
Si no hay limitaciones específicas concernientes a esos comportamientos o no se las enuncia, la tendencia a prescindir de los cuidados indispensables se desbordará y lo ganado con el sacrificio de la cuarentena estará en serio peligro de perderse.
Si el capítulo al que nos acercamos estará definido por frases como “ahora sí vamos a ver de qué estamos hechos los peruanos” (pronunciada por una de las profesionales convocadas por el Gobierno para enfrentar la crisis del COVID-19), no se entiende por qué no se adoptó esa actitud desde el principio. Habría sido, por lo menos, más honesto. Y no habría golpeado la economía como estos dos meses de encierro forzoso lo han hecho.
Esa opción, no obstante, no es la más conveniente. Lo que corresponde, en realidad, es que las autoridades tomen al toro por las astas y nos digan qué es lo que podremos hacer cuando esta etapa de la emergencia culmine y a qué riesgos. Pero los días pasan y eso no ocurre. Después de haber establecido un patrón de comunicación constante (aunque sin posibilidad de repregunta) con la prensa y la ciudadanía, el presidente ha comenzado a hacer más esporádicas sus apariciones y, en consecuencia, la sensación de vacío y de que no hay nociones claras y distintas sobre la conducta que debe prevalecer en los peruanos de a pie en las semanas y meses que siguen se acrecienta.
Queremos y merecemos disposiciones expresas, no tácitas o sobreentendidas.
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