En el editorial por los cien días de gestión, desde este Diario señalamos que, si el presidente Pedro Castillo no se veía a sí mismo en condiciones de gobernar el país, bien podía delegar buena parte de la responsabilidad en funcionarios cuidadosamente elegidos. Esta fue una observación sumamente seria: el ritmo caótico e irresponsable que había tenido el Gobierno durante sus primeros tres meses lo hacía a todas luces insostenible por los siguientes años.
El mandatario, sin embargo, lejos de enmendar el rumbo, ha insistido en incomprensibles despropósitos para su propia continuidad. El brevísimo nombramiento del congresista Héctor Valer al frente de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) se puede leer tan solo como un ejemplo más de los desatinos presidenciales, pero la verdad es que ilustra –quizá con mayor nitidez que cualquier otro exabrupto previo– el nivel de desconexión, desfachatez e incompetencia del jefe del Estado. Cuando la situación del país demandaba con urgencia una administración responsable y conciliadora que finalmente le diese norte al Gobierno, el presidente Castillo decidió reincidir en un Gabinete en el que la improvisación de ministros era la norma y que se encontraba a cargo de una persona confrontacional, autoritaria, misógina y con gravísimas denuncias en su haber. El descaro fue tal que hasta aliados regulares del gobierno (¡incluyendo a sus propios ministros!) empezaron a marcar distancia. El Gabinete Valer duró cuatro días.
¿Fue el presidente incapaz de prever este desenlace? Peor aún, ¿lo hizo adrede? La verdad es que la respuesta ya no importa. Con este episodio ha quedado tristemente demostrado que el presidente Castillo no está a la altura del cargo. Es hora de que el mandatario evalúe con honestidad dar un paso al costado.
Estas palabras no las tomamos a la ligera. Muy por el contrario. Este Diario puede no comulgar con las posiciones políticas que se vierten con regularidad desde el Gobierno, pero nunca abogaremos por una salida que pueda forzar las costuras de nuestra ya maltrecha institucionalidad democrática. Por eso mismo que, llegados a este punto –y agotada, como parece, la esperanza de que el mandatario delegue funciones en un primer ministro probo–, pensamos, aunque sea poco probable, que la salida menos traumática para los peruanos pasa por una dimisión que le ahorre al país el desgastante proceso de una vacancia presidencial (un procedimiento que ha sido, además, sumamente manoseado en los últimos años). De paso, la renuncia tendría como consecuencia bajar el afán de protagonismo de algunos representantes de la oposición más preocupados en alimentar su propia narrativa de fraude (como Keiko Fujimori), antes que en ser un contrapeso responsable a las ambiciones y desvaríos del presidente.
¿Qué seguiría a la renuncia del mandatario? Dina Boluarte, vicepresidenta e integrante de todos los precarios Gabinetes desde julio, no está en posición de sustituir al mandatario. Con su presencia, actos y palabras, mes a mes, ha convalidado todos los errores y omisiones de Pedro Castillo. Ella prometió renunciar si el presidente era vacado: debería cumplir su promesa aun si la caída del mandatario es por mano propia. De más está decir que, tras esto, lo que correspondería es una transición que desemboque de inmediato en un nuevo proceso electoral. Lo último que necesita el país es que la presidenta de un Congreso que tampoco ha dado la talla trate de ejercer hasta el 2026 una función para la que no fue elegida en las urnas.
El país ha tenido ya suficiente paciencia con el aprendizaje del presidente. Los frutos de este proceso, por lo demás, apuntan a que no está dando resultados y que, muy por el contrario, ha llevado a una vertiginosa e imparable precarización de instituciones como la presidencia, la PCM, la policía, el Ministerio de Justicia y un largo etcétera. El mensaje a la nación del viernes pasado –en el que el presidente increíblemente culpó al Congreso por la caída del Gabinete Valer– dejó claro que el mandatario es incapaz de reconocer errores y enmendar el rumbo. Una extraña mezcla de ignorancia, cinismo y soberbia se lo impide. Así, con profundo sentido de responsabilidad, señalamos que, por el bien institucional del Perú, al presidente Pedro Castillo debería restarle tan solo un nuevo mensaje a la nación: el de su renuncia al cargo.