Ayer, se conoció que algunas autoridades de este y del anterior gobierno se inocularon vacunas que no les correspondían. Lo hicieron, de más está decirlo, en las sombras, como actúan quienes son conscientes de que sus acciones no son inocuas. Y lo hicieron, sobre todo, en uno de los momentos más difíciles para el país, en medio de una pandemia que se ha llevado a más de 43.000 peruanos, entre ellos, tantísimos que se contagiaron en la primera línea de la lucha contra el virus. Otra vez, los peruanos nos enteramos de que hubo quienes se aprovecharon de un puesto en el aparato estatal para obtener un beneficio indebido. Como para recordar aquella frase de William Faulkner: “El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”.
Según contó el ahora exviceministro de Salud Luis Suárez, los investigadores de los ensayos clínicos de la vacuna de Sinopharm le informaron a su despacho que, además de las muestras que se iban a aplicar a los voluntarios, “contaban con una cantidad de biológicos (fuera del estudio) que aplicarían la vacuna candidata al equipo de investigación” que estaba llevando a cabo el proceso. Él y otros funcionarios del Ministerio de Salud (Minsa) recibieron dichas dosis.
Sin embargo, la inmunización no fue aplicada solamente a los trabajadores del ministerio en cuestión. Anoche, la ahora excanciller Elizabeth Astete reconoció que también se inoculó “un remanente del lote de vacunas” y alegó, antes de comunicar su renuncia, que lo hizo porque no podía darse “el lujo de caer enferma”. Difícil pensar en una excusa más infeliz. A estas alturas, ya se sabe que las dosis ‘especiales’ eran 2.000, por lo que, en el peor de los casos, al menos mil funcionarios se habrían beneficiado con vacunas que debían ser utilizadas solamente por el equipo que llevaba adelante los ensayos.
Según afirmó el presidente Sagasti, el Minsa ha dispuesto una investigación para conocer quiénes fueron los favorecidos, pero se equivocaría clamorosamente si piensa que este escándalo solo le compete a un sector; en realidad, todo el Gobierno debería esforzarse por contarle la verdad al país. Porque, aunque quizá el mandatario no lo vea, precisamente episodios como estos son los que empañan un proceso de vacunación que, en la última semana, venía dándonos algunas razones para exhibir algo de esperanza en medio de tanta desgracia.
Los ciudadanos necesitamos saber quiénes fueron los beneficiados, si estos siguen en el Estado, y si solo se trató de autoridades o si también alcanzaron a familiares y amigos de estos. También, si el gobierno actual estaba al tanto del embrollo (según el ministro de Salud, Óscar Ugarte, su antecesora en el cargo, Pilar Mazzetti, conocía sobre los funcionarios del sector que recibieron la inmunización). Del mismo modo, necesitamos saber si los ensayos clínicos de otras candidatas a vacunas que se aplicaron en el país incluyeron una condición similar. Al momento de escribir estas líneas, varios integrantes de este y de los anteriores gabinetes ministeriales comunicaban que no habían recibido la vacuna. Ojalá que los que sí lo hicieron también se apresuren a reconocerlo por voluntad propia antes de que les caigan los focos encima. Y que el Ministerio Público emprenda las acciones legales pertinentes.
Por lo demás, es decepcionante que un escándalo como este se haya mantenido en secreto a pesar de que, como todo hace indicar, varios miembros del Ejecutivo lo conocían, y que se busque transparentarlo con la ciudadanía solo después de que la prensa lo haya ventilado.
Mención aparte merece el expresidente Martín Vizcarra, quien hasta ayer seguía insistiendo en que él no había recibido ninguna vacuna y que había participado en los ensayos clínicos. A él, le calza muy bien aquella frase de J.M. Coetzee que reza que “contarse mentiras para justificarse a uno mismo es conocer la miseria intelectual de primera mano”.
Más allá de cómo termine, será complicado que los peruanos olvidemos un episodio tan ruin como este.