El jueves, en una decisión sin precedentes, el Congreso de la República resolvió, con 67 votos contra 42, negarle el permiso al presidente Pedro Castillo a fin de viajar a Colombia para la toma de mando del flamante presidente del país vecino, Gustavo Petro.
Aunque lo determinado es inusual, pues a los mandatarios se les suele dar permiso para salir del país cuando lo solicitan, se trata de una medida acertada, y por varias razones.
Para empezar, que el jefe del Estado emprenda un viaje en medio de la enésima crisis que padece su administración, esta vez por la renuncia de Aníbal Torres a la PCM (hasta el momento en el que se escribió este editorial todavía no se había definido el futuro del Gabinete) y por las recientes declaraciones ante la fiscalía de algunos de sus allegados, no parece crucial. Es cierto que se estila que los mandatarios de la región visiten los países vecinos para darle la bienvenida a los nuevos gobernantes y mantener algunas reuniones entre pares, pero en el caso de Pedro Castillo esto supondría un paréntesis desatinado, precisamente cuando debería estar preocupado por los problemas en los que él mismo ha metido al país.
En esa misma línea, no se puede olvidar que el presidente está en una posición distinta a la de todos sus predecesores. Hoy en día, el actual inquilino de Palacio carga con cinco investigaciones fiscales, cuatro de ellas por presuntamente haberse aprovechado del poder que ostenta para favorecerse económicamente junto a varios de sus allegados y familiares. Con eso en mente, y con el aumento de la presión por el creciente número de testimonios en su contra, dejarlo salir del país hubiese sido irresponsable. De hecho, es precisamente en este tipo de circunstancias en las que la potestad del Legislativo de permitir o bloquear un viaje de estas características cobra sentido, en especial si se toman en cuenta antecedentes como el de Alberto Fujimori que, envuelto en sus propios trances legales, aprovechó una visita a Brunéi para fugar a Japón y, de ahí, renunciar por fax.
Naturalmente, asumir que Pedro Castillo veía en el viaje a Colombia una oportunidad para huir supone entrar en el terreno de la especulación. Pero con el número de pesquisas que lo involucran cualquier medida que lo obligue a rendir cuentas en el país, en especial cuando siempre ha sido esquivo a las indagaciones y cuando tiene un proceso abierto por encubrimiento, no parece un exabrupto.
Sin embargo, más allá de todo lo anterior, el verdadero valor de la decisión del Congreso está en el ámbito político. Negarle al jefe del Estado un viaje de esta naturaleza tiene mucho de sanción, especialmente tras un año de ejercer un manejo imprudente de la cosa pública. El empleo de este tipo de mecanismos, toda vez que la vacancia es aún una posibilidad remota, es una buena manera de hacer responsable al Gobierno por sus acciones. Es, en fin, una acción concreta, muy distinta a los ladridos sin mordida que han caracterizado a la oposición en este último año.
Además, supone una incomodidad real para Castillo, a quien una visita de Estado podría permitirle recoger en el extranjero los puntos de legitimidad que no tiene en el Perú.
Esto, finalmente, no debería implicar de ninguna manera una afectación de nuestras relaciones con el hermano país de Colombia, que además de ser nuestro vecino es uno de nuestros socios en foros como la Alianza del Pacífico. Que a Castillo no se le haya permitido viajar no diluye su responsabilidad frente a nuestro vínculo con Bogotá y se espera que la vicepresidenta Dina Boluarte esté a la altura del encargo, a diferencia de su visita a Davos, cuando aprovechó los micros para echarle la culpa a “la derecha” de los problemas del Gobierno