La democracia tiene muchas virtudes que, a fuerza de darlas por sentadas, solemos olvidar. La capacidad de cambiar a los gobernantes cuando terminan el período para el que fueron elegidos es una de ellas; y la de hacerles saber lo que pensamos sobre ellos o denunciar sus eventuales tropelías mientras están todavía ejerciendo el poder es otra. Esta última, como es evidente, está estrechamente vinculada con la libertad de expresión, en general, y la de prensa, en particular.
La capacidad de divulgar información y opiniones incómodas para quien sostiene momentáneamente las riendas del Estado es, por supuesto, una permanente fuente de tensión entre la prensa y los gobernantes. Y con no poca frecuencia ocurre que estos pierden la tolerancia a la que están obligados y ceden a la tentación de sacarse el problema de encima hostigando a los medios independientes o interviniéndolos directamente. Es lo que hemos visto suceder en las últimas décadas en países de la región como Venezuela o Ecuador, para no hablar de lugares como Cuba, en donde la libertad de expresión es solo un borroso recuerdo que habita en las mentes de los octogenarios. Todo eso nos parece a los peruanos muy lejano, pero no es así.
En nuestro país hemos conocido también el amargo sabor de la censura y la administración de una prensa monocorde desde las alturas del poder. Sucedió durante la dictadura velasquista, en la década de los setenta del siglo pasado, cuando los diarios y los canales de televisión –incluyendo El Comercio– fueron expropiados por el régimen militar para ponerlos a su servicio. Una situación que fue felizmente revertida por Fernando Belaunde cuando, gracias al retorno de la democracia, llegó por segunda vez a Palacio, en 1980.
Desde entonces, la libertad de expresión ha enfrentado amenazas –como la de la compra de las líneas editoriales de distintos medios durante el gobierno de Alberto Fujimori, en la década de los noventa–, pero nunca ha sido doblegada. Siempre han subsistido espacios en donde el ejercicio de la crítica y la denuncia eran y son posibles. En las elecciones del 6 de junio, no obstante, el riesgo de que tales espacios puedan ser borrados del mapa es muy alto, pues cada una de las dos opciones en liza entraña para ellos peligros que no debemos ignorar.
Las credenciales de Fuerza Popular en lo que concierne al respeto a la libertad de prensa no son buenas. Recordemos su apoyo a la ‘ley Mulder’ en el Congreso pasado, que buscaba prohibir la publicidad estatal en diarios, radio y televisión, así como el intento de regular la estructura empresarial de los medios a través de una iniciativa de las legisladoras Úrsula Letona y Alejandra Aramayo que, precisamente gracias a la crítica y la exposición del plan en marcha, logró detenerse. Ahora la candidata Fujimori declara estar arrepentida de esos y otros excesos de la antigua bancada de su partido, pero, como ella misma ha dicho, solo el lenguaje de los hechos podrá reparar el daño.
Desde Perú Libre, sin embargo, la amenaza es mayor, pues tanto el ideario como los gestos de campaña de su aspirante presidencial, Pedro Castillo, anuncian una clara vocación por acabar con la independencia de los medios. “El socialismo no aboga por la libertad de prensa, sino por la prensa comprometida con la educación y la cohesión de su pueblo”, declara por ejemplo el documento mencionado, al tiempo de plantear la necesidad de establecer una censura de la radio y la televisión a cargo de los ministerios de Educación y Cultura para depurarlas de los contenidos “basura” que podrían chocar con “la moral y las buenas costumbres de la sociedad peruana”. Y si sumamos a ello la actitud de Castillo al azuzar a sus prosélitos contra los periodistas que cubren sus presentaciones en la plaza pública, el cuadro es, por decir lo menos, alarmante.
La libertad de informar y opinar ha estado bajo fuego en esta campaña, además, por acción de otros candidatos presidenciales que no pasaron a la segunda vuelta, como Rafael López Aliaga o Daniel Urresti, que fueron sistemáticamente ofensivos con empresas periodísticas o periodistas sin que mediase razón atendible para ello.
¿Cuántos de los casos de corrupción asociados a los sucesivos gobiernos centrales y regionales o a determinados congresistas habrían pasado desapercibidos si no hubiera sido porque la prensa puso los reflectores sobre ellos? ¿Cuántos vacíos en las propuestas de los distintos postulantes a la presidencia habrían quedado sin ser registrados? ¿Cuánto debate esclarecedor habría existido en esta segunda vuelta de no haber sido por la persistencia de la prensa en exigirlos?
Son esos los valores que están en juego en este proceso electoral y, ante peligros como los descritos, no cabe cerrar un ojo o bajar la guardia, sino más bien recordar lo que dijo Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, sobre la base fundamental de la democracia. “El precio de la libertad es su eterna vigilancia”, sentenció él. Y eso es precisamente lo que debemos hacer ahora y siempre a propósito de la libertad específica que nos permite comunicarnos con ustedes de esta manera.