Hoy se llevará a cabo el último pleno del Congreso del 2020. Después de un año con el que ha sido quizá el Legislativo más irreflexivo desde que se tiene memoria, calza bien con su trayectoria que en esta sesión se debata una de las normas más impulsivas y potencialmente dañinas del período.
Así, a pesar de las críticas, de acuerdo con el decreto de ampliación de la segunda legislatura, el Congreso tratará hoy la nueva ley general del régimen agrario. En línea con el texto propuesto, la remuneración integral diaria tendría un incremento sustancial –cuyo efecto sería un salario mínimo efectivo significativamente mayor al del resto de industrias de la economía–, los trabajadores con historial en la empresa gozarían del derecho a ser contratados nuevamente “cada vez que el empleador contrata trabajadores”, entre otros puntos que encarecen y complican sustancialmente la competitividad del sector. En vez de una ley de promoción, como lo fue la pasada –ya derogada–, esta se convierte en una carga.
De acuerdo con la Asociación de Gremios Productores Agrarios del Perú (AGAP) y 750 empresas ahí representadas, de aprobarse la iniciativa uno de cada tres trabajadores agrarios perdería su empleo. Más allá de la precisión de esta cifra, el efecto para las pequeñas y medianas empresas con cultivos de bajo margen podría ser devastador. Según AGAP, la propuesta incluye “condiciones laborales imposibles de cumplir y pone en completa desventaja a la actividad agroindustrial exportadora frente a todos los demás sectores económicos”.
De este modo, no son solo las actuales inversiones las que se ponen en riesgo. El país puede perder la oportunidad de seguir explorando con éxito nuevos horizontes cultivables en zonas hoy desérticas, nuevos productos frescos que germinan muy bien en nuestro suelo y que aún desconocemos, y nuevas cadenas de valor que nos hagan competir en las grandes ligas globales. Esa pérdida es inconmensurable y será arrastrada por décadas.
Si la norma tuviese tan solo la mitad de los impactos predichos por los especialistas en el sector, el actual Congreso tendrá que cargar con el peso de haber desmontado una de las actividades más dinámicas del país y la que más rápido ha generado nuevo empleo formal. La agroexportación peruana, por lo demás, es una historia de éxito global y de orgullo nacional que trajo divisas, impuestos y una mejora en la calidad de vida para miles de familias. Los abusos cometidos contra trabajadores, que sin duda alguna existieron, no fueron consecuencia de la norma, sino de personas inescrupulosas que más bien se saltaron su aplicación.
El Congreso, con cierta anuencia del Ejecutivo, ha caído una vez más en la fácil tentación de legislar en función a los grupos de presión organizados. Una norma perfectible pero que había traído un enorme progreso durante décadas no debe ser modificada estructuralmente sin reflexión y sin un análisis técnico mínimo. Los legisladores, por el contrario, en menos de un mes y al ritmo de las demandas expeditivas de algunos, amenazan hoy con distorsionarla al punto de hacerla inoperativa para muchos. Los empresarios de todo tamaño serán perjudicados, así como también las arcas públicas que recibían cada vez más tributos desde las agroexportaciones, pero sobre todo sufrirán el impacto del apresuramiento político aquellos trabajadores en condición de vulnerabilidad para quienes la oportunidad de acceder a un empleo adecuado desaparecerá. De todos los despropósitos perpetrados por el actual Congreso, esto último será probablemente su carga moral más pesada.