“Hoy un hombre se ha entregado para defender su voto, [...] pues ha demostrado que los derechos constitucionales se defienden hasta con la vida”, dijo el candidato presidencial Pedro Castillo en el velorio de Sacarías Meneses, un ciudadano fallecido el lunes. Según se difundió en las redes sociales, con la anuencia entusiasta de diferentes políticos, el señor Meneses había muerto como consecuencia de una golpiza propinada por detractores de Perú Libre en las afueras del Jurado Nacional de Elecciones (JNE). Una tragedia que, por las circunstancias en las que supuestamente se dio, añadía un mártir a la causa de uno de los bandos que disputó el balotaje.
Pero todo se basó en una mentira. Sacarías Meneses, de acuerdo con su hija Naomi, murió a causa de una enfermedad crónica. “Él murió a los 56 años por una cirrosis hepática, así que no vengan a decir que ha muerto por otra cosa porque es mentira. En ningún momento ha muerto por otra cosa”, aseguró la mujer. De hecho, no solo la expiración no fue provocada por una supuesta golpiza, Meneses ni siquiera participó en las concentraciones a las afueras de la sede del JNE, debido a que su salud, como explicó su familiar, no se lo permitía.
Las verdaderas razones para el deceso del peruano que nos ocupa también fueron confirmadas por las autoridades. El ministro del Interior, José Elice, adelantó que lo ocurrido estaba relacionado con el mal que ya lo aquejaba y el hospital Dos de Mayo, en un comunicado, disipó todas las dudas: “El señor Meneses fallece el día 28 de junio a las 16:15 horas como parte de las complicaciones de la enfermedad crónica evolutiva”. Información que, naturalmente, dejó mal parados a los que prácticamente habían acusado de homicidio a la turba (inexcusablemente violenta) que desató una reyerta frente al ente electoral. Ello supuso que varios de los que habían alzado la voz empuñando datos artificiales se disculparan.
Pero lo ocurrido merece una reflexión mayor, toda vez que expresa con especial crudeza un peligroso fenómeno que viene afectando a la política en nuestro país y, en consecuencia, a la ciudadanía: la difusión indiscriminada de noticias e información falsa.
Más allá de lo que se difunda o de quién lo haga, el verdadero problema tiene que ver con la facilidad con la que muchos comparten, sin que medie un proceso de verificación, aquello que les llega a través de las redes sociales. El criterio para darle “compartir” a una publicación, o para emplearla como maza contra el adversario, ya no reside en la pertinencia de la información que contiene, sino en cuán útil es para los intereses que se busca defender. Y se trata de una práctica que trasciende el espectro político, toda vez que tanto desde la derecha como de la izquierda las mentadas ‘fake news’ se transportan como fuego en pólvora.
Y aunque los ciudadanos de a pie son, quizá, los más animados distribuidores de mentiras entre su red de contactos, es claro que los políticos tienen especial responsabilidad en esta materia. Al ser más escuchados, y al tener simpatizantes dispuestos a seguirlos, es inaceptable que lo que declaran no se base en la verdad. En fin, las mentiras y los efectos que generan en quienes las escuchan o leen solo están agudizando aún más la polarización que persiste en nuestro país tras los comicios del 6 de junio.
Por más difícil que pueda ser en tiempos como este, la prudencia siempre tiene que vencer a la pasión. Un tuit indignado puede esperar a que se sepa si esa indignación tiene asidero y la tragedia de una familia jamás debería ser pretexto para alcanzar conclusiones apresuradas, aunque la tentación pueda ser grande cuando estas perjudican al rival.