¿Qué tienen en común el VAR, Julio Bascuñán, Netflix, Facebook, Mark Zuckerberg y la moratoria a los transgénicos?
La molestia que sentí el último martes viendo el partido entre las selecciones de Perú y Brasil, cuando el árbitro sancionaba un penal inexistente de Carlos Zambrano contra Neymar, y ni siquiera se inmutaba por acudir a revisar la jugada en las pantallas del videoarbitraje (VAR), solo creció al día siguiente. La resignación tuvo que ser postergada por un día más de vergüenza ajena. El miércoles, la página web de la Conmebol publicó los “diálogos del VAR”, un hurto captado en registro magnetofónico. Una adición a la colección “Los Audios de la Vergüenza” que incluyen los hits “Lava Jato” y “Cuellos Blancos”.
El minuto y 44 segundos de repetición audiovisual, editados y divulgados por la Conmebol, muestran hasta cuatro tomas distintas en las que no se ve ninguna falta contra el delantero brasileño. Como si estuviera viendo un partido completamente distinto, se escucha al inefable Piero Mazza, árbitro VAR, decir “perfecto, hay contacto abajo”, ante la pasividad de sus colegas.
Gracias a estas conversaciones podemos confirmar lo que ya deberíamos tener claro a estas alturas: el VAR es tan falible como los árbitros humanos que lo manejan. No sé si habrá sido un acto deliberado a favor de Brasil o contra Perú, pero si la Conmebol escoge pésimos árbitros, el VAR no los hace mejores; al contrario, los potencia.
Hago esta reflexión no solo como indignado hincha de fútbol, sino para hacer un punto más amplio, que se puede exportar a distintos ámbitos de la vida. La tecnología no es neutra. Lleva impregnados los sesgos y preferencias de sus creadores, y reproduce en su aplicación los intereses y defectos de sus usuarios.
Si un cuchillo puede utilizarse tanto para cortar el pan como para matar a una persona, ¿por qué habríamos de pensar que el VAR no puede ser manipulado para perpetrar un asalto futbolístico? Una tecnología sin ética deja de ser una herramienta para convertirse en un arma.
Podemos trasladar esta ponderación al campo de los algoritmos. Un reciente documental en Netflix titulado “The Social Dilemma” ponía de relieve –aunque de forma un poco simplona y apocalíptica, para mi gusto personal– cómo el diseño algorítmico de una red social como Facebook o Instagram podía conducirnos casi inconscientemente a consumir contenidos abusivos, escandalosos y falsos. Pero esto no ocurriría si los seres humanos no aportáramos también nuestras propias carencias y debilidades al entorno. El algoritmo se nutre de nuestras preferencias. Es tan adictivo como proclives somos a la supuesta droga. No es el algoritmo per se, somos los humanos.
Algunos plantean medidas radicales como prohibir el uso de algoritmos, la recolección y el uso de datos personales para la publicidad o la sugerencia de contenidos, o hasta la “ruptura” de las grandes plataformas digitales. Mientras que otros –más sensatos, en mi opinión– piden a las compañías mayor transparencia sobre la configuración y el uso de los algoritmos y, con base en ello, adoptar eventuales soluciones regulatorias.
Miremos ahora hacia las semillas genéticamente modificadas. Se trata de un gran avance con décadas de ciencia de respaldo, que genera beneficios en la salud de las personas, eficiencias en la producción de alimentos y, consecuentemente, puede ayudar a combatir la hambruna. Antes que pensar en moratorias ciegas, más bien debería buscarse regular la conducta humana, para resguardar un uso seguro de estas semillas, de manera tal que no afecte nuestra agrobiodiversidad.
No hay que temerle al uso de la tecnología. Hay que cuidarnos de las personas que la mal utilizan.