En las situaciones de angustia, cuando el ser humano, sometido a una encrucijada moral, en una crisis de valores, toma una decisión que cambia el rumbo de su vida, es en ese momento, decía Heidegger, cuando el hombre conquista su libertad y supera las limitaciones de la cotidianidad.
En la vida hay que tomar decisiones, algunas trascendentales, otras insignificantes. La vida implica ello: decidir, elegir, razonar, actuar, reflexionar, rebatir las vicisitudes. Incluso no decidir también es una forma de tomar una decisión. ¿Qué sería de la vida sin la facultad de elegir según nuestras creencias, costumbres y escala de valores? La libertad es el elemento esencial de la vida. Entonces, la libertad se ejerce en un grado máximo en las circunstancias tormentosas cuando el hombre se enfrenta a sí mismo, luchando contra sus fantasmas, en una delgada línea entre la acción y la moral, cautivado por la necesidad de decidir.
Un novelista elige el adjetivo de una narración o el título de su obra maestra; un pintor decide entre el color violáceo y escarlata para retratar el contraste del atardecer; un fotógrafo, entre diferentes imágenes de calles polvorientas y casas descoloridas, elige la de mediana iluminación; un director de cine que adapta una novela decide si serle fiel al libro o crear elementos propios que desnaturalicen la idea elemental del escritor.
Cuando se tiene que tomar una decisión que cambia el devenir de una vida, como firmar el acta de consentimiento informado para operar a un familiar en estado crítico conociendo el riesgo de la intervención; o dejar atrás la universidad, el trabajo, un buen sueldo, para emprender un negocio, una aventura política o artística; es allí, realmente, cuando se supera lo inauténtico de la existencia y se alcanza la libertad, según la filosofía de Heidegger.