

En los locales de votación de las elecciones del 2026, el ingreso a la cámara secreta debería estar decorado con un letrero que recuerde la leyenda que, según Dante, se advierte a las puertas del infierno: “Lasciate onge speranza, voi ch’ intrate”. Algo así como: “Abandonad cualquier esperanza, vosotros que entráis”. Porque todo indica que en esos comicios nuestras opciones serán más o menos las mismas que en el 2021 o el 2016. O peores. Esto último luce difícil, lo sabemos. Pero los peruanos sabemos crecernos ante los retos, así que, en una de esas, colocamos en Palacio de Gobierno y en el Congreso a una cuadrilla de necios más acabados que los que hemos visto desfilar hasta ahora por la pasarela del poder. ¡Ánimo! ¡Sí se puede!

Cada cinco años, los ciudadanos que habitan esta sufrida comarca acuden, en su mayoría, cargados de ilusiones a las urnas y endosan su apoyo a tal o cual vendedor de pociones milagrosas, para luego, al poco tiempo, contemplar con horror su obra y salir a marchar contra sí mismos. No siempre lo admiten abiertamente, pero en su fuero interno, los sandios de ocasión se reprochan la ligereza con la que definieron la última vez sus preferencias y se prometen actuar con más sensatez en el próximo proceso electoral. Eso, sin embargo, nunca ocurre. Los que votaron una vez por el temulento, votan a la siguiente por el que tiene dificultades para distinguir lo público de lo privado y a la subsiguiente, por el carterista con sueños de dictador. Y los que apostaron por los aspirantes perdedores –la vengadora indesmayable o el senil que no recuerda ni el nombre del partido por el que postula– no lo hicieron en realidad mucho mejor. Su chilindrinada no tuvo consecuencias en el Ejecutivo, pero hay que ver la morralla que sus candidatos arrastraron al Congreso.
–Bucle electoral–
Sería injusto, no obstante, achacarles toda la responsabilidad de este desaguisado a los votantes. El resultado que debemos enfrentar los peruanos después de cada visita a las ánforas es también culpa de los postulantes a la presidencia. De su persistente mediocridad, digamos. Porque una y otra vez son ellos y solo ellos los que se inscriben para competir en esa carrera de caballos. Y el problema con esas carreras es que, al final, el que gana es siempre un caballo. Lamentablemente, votar por un candidato que no existe, no se puede. En esta pequeña columna, por ejemplo, hemos colocado varias veces el nombre de Adam Smith en la boleta de sufragio y, al parecer, nuestro voto fue considerado viciado… De manera cíclica, entonces, estamos condenados a elegir simplemente el tósigo con el que seremos envenenados a lo largo de un lustro. A un bucle electoral sin salida.
Toda esta reflexión viene a cuento por lo que sugieren las últimas encuestas sobre intención de voto para el 2026. A saber, que en los comicios de ese año se nos ofrecerá el mismo menú fijo que nos ha venido indigestando desde que empezó el siglo. Los nombres de los postulantes que en ese sondeo se empinan alguito por encima del universo de los pitufos que se afanan en esta ocasión por el poder son los de siempre. Con no menos de 41 partidos inscritos, uno pensaría que las posibilidades de hallar un candidato novedoso y distinto están abiertas, pero eso no es más que un espejismo. Abandonemos, en efecto, toda otra esperanza en ese sentido, pues cuando nos toque revisar el menú que mencionábamos antes, lo más probable es, como en el viejo chiste, solo atinemos a rezongar: “¡otra vez arroz!”.