Nací en el sur, en el valle de Cañete, cerca del mar. Entonces, cuando llegaba el invierno, se tiritaba de frío.
De pequeño jugaba a buscar arañas, a encontrar sus nidos dentro de las fisuras imperfectas que dejan las uniones de los adobes. Las sacaba de ahí con un palito y comparaba mis hallazgos con los de mis amigos. Esas paredes de adobe con que mi viejo construyó la casa donde nací y crecí, las mismas que aprendió a moldear con mi abuelo, eran iguales a las de mis amigos. Cuando ya no encontrábamos arañas en las paredes de mi casa, íbamos a las de ellos. O a las de cualquier vecino, aunque eso significase el respectivo jalón de orejas.
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He vuelto de adulto. Las casas que se parecían a la mía han desaparecido. Hoy estoy más al sur de la casa de mis padres. Soy reportero gráfico de El Comercio y estoy en Pisco. Me muevo entre esta ciudad, Cañete, Chincha e Ica. Me muevo entre estos sitios y estos sitios se mueven conmigo. La tierra tiembla, y para hacer honestos, yo también, pero de miedo, pues mientras escribo estas líneas hay otra réplica, y otra, y otra más. Aquí, en el devastado sur del país, dormir no es distraerse del mundo, sino todo lo contrario. Llevo dos noches sin descansar, pues he sido testigo de esta dolorosa tragedia. Casi todas las casas están desplomadas, casi toda la gente está llorando, casi todos los muertos están en las calles, casi todos los heridos están gritando.
Si para olvidar la desgracia hay que refugiarse en la mente de uno volviendo a los mejores momentos de la niñez, yo no puedo. Casi no hay paredes de adobe en pie. No quedan lugares para buscar arañas y jugar con los amigos. La naturaleza no hace distinciones: la gente se ha quedado sin hogar y las arañas sin nidos.
Mi hermana Consuelo, gran profesional, se quedó viviendo en la casa de mis padres. Decidió quedarse cuando, uno a uno, los seis hermanos de la familia salimos y buscamos otros rumbos. Hoy me llamó por teléfono. En verdad lo venía haciendo desde ese día de 'miércoles', pero no le había contestado por miedo. Al final lo hice. La casa de nuestros padres se había dañado, los adobes de mi viejo no soportaron la furia. Lo que era mi cuarto, o “el cuarto de los hombres”, deberá ser derrumbado.
Al final de la llamada mi hermana se despide, dice que está bien y feliz de escucharme. Me imagino que sonríe y medio asustada concluye: “Lo bueno es que mis hijos están bien y que reconstruiré todo, y mejor”. Me alegro.
Ahora espero que la ayuda del Gobierno llegue a mi tierra y a las demás. Tengo que seguir trabajando y haciendo fotos mientras la tierra sigue temblando.
Yo nací en el sur, cerca del mar. Entonces, cuando era invierno se tiritaba de frío. Hoy, lo hago de miedo.
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