Los últimos días de diciembre de 1820, fueron de gran actividad en el campamento patriota de Retes, cerca de Chancay. La indesmayable actividad de San Martín comenzaba a dar frutos. En todo el Perú se vivía un aliento de insurrección y libertad. La región del norte -sobre todo- se mostraba muy decidida por la causa de la patria. Pero si el panorama político era francamente alentador, la situación del ejército no lo era tanto. San Martín había dejado Huaura en procura de Retes, con la intención de presionar aún más al enemigo y proteger las continuas deserciones en las filas realistas. Pero Retes era insalubre, no había forraje para los caballos y el número de soldados patriotas apenas si alcanzaba los 3.600. Los más eran infantes y bisoños. La caballería, escasa y con ruines equinos, no aportaba ninguna seguridad.
San Martín confiaba, pues, únicamente en una pronta reacción de los pueblos para solventar su incierta situación. Los realistas no ignoraban todo esto. Es por eso que el general Canterac y otros altos oficiales elaboraron un magnífico proyecto que liquidaría definitivamente a las fuerzas libertadoras. Pero los diligentes espías de San Martín descubrieron los planes y no tardaron en comunicárselo a su jefe. Lo anteriormente dicho y la circunstancia que Trujillo, Lambayeque y Piura declararan su independencia, casi simultáneamente, posibilitaron los nuevos desplazamientos del Libertador, que culminarían con su ingreso en Lima.
Torre Tagle caudillo del norte
No podemos tratar el tema de la independencia de Piura sin referirnos -muy brevemente- a los sucesos previos de Trujillo. Allí, José Bernardo de Tagle y Portocarrero, Marqués de Torre Tagle, desempeñaba el cargo de intendente gobernador de la provincia, una de las más ricas e importantes del virreinato. Torre Tagle lucía una vieja y abundosa ejecutoria de patriota. Desde 1812, había conspirado en favor de la independencia junto con José de la Riva-Agüero, el Conde de la Vega de Ren y otros. Con igual fervor, auspició económicamente la publicación del “Satélite Peruano”, vibrante periódico liberal de efímera existencia. Este patriota intachable, encontrándose al frente de la independencia de Trujillo, tuvo la coyuntura propicia para lograr lo que deseaba desde tanto tiempo atrás: la independencia del Perú. A partir del 20 de noviembre de 1820, San Martín y Torre Tagle iniciaron una constante y cordial correspondencia, donde el peruano brindó elocuente y palmario testimonio de sus proyectos libertadores. Con habilidad y diligencia, Torre Tagle pudo conjurar las maniobras realistas que intentaban frustrar sus propósitos y, finalmente, el 29 de diciembre de 1820 proclamó la independencia de Trujillo. En gesto que lo honra, puso en manos del pueblo la elección de las autoridades de la patria naciente. Fue confirmado multitudinariamente como gobernante de esa zona y San Martín, poco después, ratificó dicho nombramiento.
Muy importantes eran las ventajas para los patriotas, al contar con Trujillo. Lambayeque también se había decidido por la patria. San Martín tenía ahora una base estupenda para sus operaciones desde Chancay hasta Guayaquil. Por otra parte, la Intendencia de Trujillo podía proporcionar tropas y copiosos recursos agrícolas, que tanta falta hacían a los patriotas. Finalmente, Piura, por razones geográficas y estratégicas, no tardaría en seguir la suerte de Trujillo y Lambayeque.
San Miguel de Piura
San Miguel de Piura, la primera fundación hispánica del Perú, se había convertido con el tiempo en un importante enclave económico del virreinato. Testimonios de la época que historiamos nos hablan que la ciudad contaba con profusas edificaciones de adobe y quincha, las más de una sola planta. Su población -proporcionalmente numerosa- la componían familias españolas, criollas y mestizas, amén de gran copia de indios y negros.
El clima seco y cálido de Piura, le había dado renombre como lugar ideal para los enfermos del “morbus gallicus”, nombre con el que se designaba a la sífilis. Allí acudían numerosos afectados de dicho mal, los que eran atendidos por los religiosos Bethlemitas, que tenían a su cargo el hospital. Los dolientes no solo recibían cuidados y la primitiva terapia que la ciencia médica por entonces conocía. Les daban también largas y sobrecogedoras pláticas recordándoles las bondades de la castidad y los peligros de la lujuria.
En las vecinas chacras y haciendas crecían algarrobos, maíz, algodón y numerosas frutas. La zona era, así mismo, propicia para la cría de ganado cabrío, lo que originó una insipiente industria. Cada año se beneficiaban varios miles de animales y con su cebo fabricaban jabón, que era remitido en cantidades importantes a Lima, Quito y Panamá. Los cueros se convertían en el afamado cordobán, muy apreciado en los mercados del litoral. Por otra parte, de la sierra de Piura se traía muchos quintales de cabuya o pita, utilizada en muchas formas y, sobre todo, para embalajes.
Todo el tráfico comercial -con la sierra y el puerto de Paita- se hacía mediante recuas de mulas. Las mulas piuranas, afamadas por su excelente rendimiento, llegaban a los puntos más distantes del virreinato. Una particularidad muy pintoresca de este tráfico consistía en que la ruta entre Piura y Lima se cubría en litera. Viajar, por entonces, era duro y arriesgado. Casi todas las rutas se hacían a lomo de mula, bestia que brindaba mayor seguridad en los fragosos caminos. Pero volvamos a las literas. Estas iban suspendidas por dos gruesas cañas de Guayaquil, dispuestas de tal suerte y manera que el pasajero no se mojara al vadear los ríos, ni tuviera problemas en las numerosas subidas y bajadas del escabroso camino. Ya podrá imaginar el lector la gran aventura que significaba venir a Lima, atravesando numerosos despoblados y el temible desierto de Sechura. Esta era la imagen, muy sucinta, de un pueblo laborioso y pujante que pronto elegiría la libertad.
Patriotas piuranos
Dos manuscritos, existentes en la Biblioteca Nacional, son los mejores testimonios para reconstruir los sucesos que culminaron con la jura de la independencia en San Miguel de Piura.
En aquella ciudad había una guarnición de 600 hombres y cuatro piezas de artillería, comandados por los oficiales José María Casariego, Vicente González y Joaquín Germán, todos de reconocido fervor realista. Este batallón estaba listo para marchar en cualquier momento en procura de Quito, amenazada por las fuerzas libertadoras del norte. Los numerosos patriotas piuranos contaban, pues, con un importante escollo para poner en práctica sus anhelos autonomistas. Inesperadamente, las cosas tomarían un nuevo e insospechado cariz.
Serían las 10:00 de la mañana del 3 de enero de 1821, cuando llegaron a Piura -procedentes de Trujillo- noticias de que esa ciudad había proclamado su adhesión a la Patria. El portador de las nuevas era Luis Ugarte, jefe de la oficina de correos de Trujillo, que tenía varios pliegos destinados a las autoridades militares y municipales. En ellos Torre Tagle invitaba al pueblo de Piura para que proclamara su independencia.
El comandante Casariego captó al instante lo grave de la situación y, sin demorar un minuto, se dirigió a los cuarteles de la Plaza y el Carmen. En ambos hizo formar a las compañías, con equipo completo, y las arengó con pasión y elocuencia, anunciándoles su propósito de marchar a Trujillo, para reconquistar dicha ciudad a la causa del rey. Parece que la tropa fue receptiva a la disposición de su jefe. Se dieron vivas al monarca y mueras a los “insurgentes”, nombre por el que conocían a los patriotas. Casariego parecía tener dominada la plaza. Las tropas recibieron orden de inamovilidad y para excitar aún más su celo realista, se les ofreció “saqueo y estupro libres” en las ciudades que capturaran a los independientes.
Al medio día las cuatro piezas de artillería, “con mechas encendidas”, fueron colocadas en las bocacalles de la plaza mayor. El sol caía implacable y los soldados empapaban de sudor los uniformes. Un piquete de 15 hombres a caballo rondaban a paso corto. Sobre las resecas calles, los cascos levantaban una sofocante polvareda.
El pueblo contemplaba todo el despliegue militar y se debatía en mil rumores, bulos y zozobras. Pronto se filtró la verdad y la inquietud se pudo captar entonces en todos los rostros. Grupos patriotas, numerosos y activos, se reunieron en varias oportunidades en diversas casas tratando de consolidar un plan de acción. Se podía presumir en un masivo apoyo popular a la patria, pero el pueblo estaba desarmado, impotente, ante las bayonetas del ejército.
Las horas fueron pasando, tensas, espaciosas, pausadas. Sobre las 10:00 de la noche, empleados del Cabildo, acompañados de negros esclavos que cargaban rústicas escalas, fueron fijando en las más importantes esquinas carteles invitando al vecindario a una reunión -a las 8:00 de la mañana del día siguiente- en el convento de San Francisco. Allí, las autoridades se pronunciarían sobre el contenido de los pliegos y comunicaciones firmadas por el marqués de Torre Tagle. Esa noche nadie durmió. Patriotas y realistas enfrascados en vehemente polémicas, sostenían sus puntos de vista.
A las 9:00 de la mañana del día 4, el pueblo convergió hacia el convento de San Francisco, hábilmente elegido por la civilidad para dicha reunión, pues estaba bastante alejado de los dos cuarteles. El clero piurano -temiendo un estallido de violencia- decidió iniciar rogativas “y una lúgubre plegaria se oyó en todas las iglesias”.
La tropa seguía acuartelada. Las mujeres del pueblo -patriotas en su mayoría- apostadas al pie de las ventanas de los cuarteles, les daban feroz grita. Sobre las 11:00 de la mañana, en un ambiente exaltado, se inició el debate en San Francisco. Lo presidía el subdelegado interino, Pedro de León. El comandante Casariego confiando en que la población estaría intimidada por la actitud de su tropa, pidió confiadamente que se abrieran los pliegos enviados por Torre Tagle. Al punto solicitó la palabra don Manuel Diéguez, quien con voz serena indicó que los soldados también eran el pueblo y que en un acto de esa naturaleza ellos debían estar presentes; no como militares -sujetos a disciplina jerárquica- sino como simples ciudadanos deliberantes. La multitud vitoreó a Diéguez y apoyó su pedido.
Casariego, demudado y nervioso por el giro que tomaban las cosas, procuraba encontrar una fórmula salvadora para la causa del rey. Finalmente accedió a que la tropa fuese convocada. Con dicho propósito partieron emisarios a los cuarteles de la Plaza y el Carmen. La tropa los recibió con hostilidad, reafirmándose en su fidelidad monárquica y negándose a concurrir al convento en calidad de simples ciudadanos. Luego de múltiples deliberaciones accedieron a ir pero llevando sus armas.
Casariego y su lugarteniente Germán tenían ganada la partida. Anunciaron entonces que saldrían para dar el encuentro a sus hombres. Una vez al frente de ellos, disolverían la asamblea y pondrían a buen recaudo a los “insurgentes”. Cuando ya abandonaban el convento, un zapatero, Manuel Mendiburo, gritó con potente voz: “Que no salgan los señores Germán y Casariego y que queden en este lugar y de los resultados (la consulta) a su tropa”. Otra versión, dice que un hombre del pueblo le salió al encuentro a Casariego y poniéndole un puñal en el pecho le dijo que firmara la orden de entregar su batallón o le atravesaba el corazón.
Todos los asistentes respaldaron la actitud del artesano y los jefes militares realistas perdieron el control de la situación. Jerónimo Seminario, artífice de la reunión y patriota declarado, envió entonces nuevos mensajes a la tropa acuartelada. Finalmente acudieron los soldados y se les preguntó, “si asistían a ese acto como tales o como ciudadanos, contestaron unánimemente a voz en cuello que como ciudadanos; a esto sucedió un viva general del pueblo y los soldados que unos tiraron las gorras por los aires y otros las rompieron, de cuyo modo tan raro como portentoso y providencial, quedó disuelto el batallón y las armas con sus jefes en poder de los patriotas”. El pueblo piurano había contagiado su fervor independiente a esos hombres que solo minutos antes estaban dispuestos a todo en favor del rey.
José María Arellano, autor de la crónica que acabamos de citar, añade que instantes después se abrieron los pliegos y se consultó a los presentes si deseaban seguir el ejemplo de Trujillo. Hubo un silencio ansioso que apenas duró un segundo. Luego, los vivas a la patria fueron atronadores. La gente daba rienda suelta a sus emociones entre gritos y delirantes manifestaciones de júbilo. Las campanas de San Francisco empezaban su primer repique de libertad y al poco rato las de los otros templos le hacían bullicioso coro.
Pero en un momento tan solemne, no podía faltar una nota pintoresca. Dos ebrios, que las crónicas recuerdan como Bauza, de oficio barbero, y Francisco Madrid, platero, se aproximaron tambaleantes a la mesa de las autoridades, para dejar constancia que ellos “morirían por su rey”. Poco después se formó una junta gubernativa que dejó en libertad a los ciudadanos españoles y a los realistas. Ni estos ni aquellos sufrieron vejamen en sus personas o bienes.
La noche del 4 hubo festejos, iluminación y nuevo repique de campanas. El 5, los fatigados pero entusiastas patriotas, se aprestaron a Jurar la Independencia. La ceremonia, anunciada por un bando “el más solemne que se haya visto en esta ciudad hasta el día”, recorrió las calles seguido de un nutrido cortejo. Hubo salvas de 21 cañonazos e improvisados poetas cantaron loas a la patria, en verdadero delirio cívico. El día 6 fue jurada la Independencia con el marco de una solemnísima Misa de Gracia, seguida de Te Deum Laudamus. Entre el humo de incienso y la vibrante voz del religioso que desde el púlpito pedía la Divina Protección para la patria, el pueblo de Piura, con la escarapela bicolor sobre el pecho, iniciaba una nueva, esperanzada, etapa de su historia.