—Hola, conejito
—Hola, vaquita ¿cómo estás?
—Muy bien ¿Y tú?
—Muy bien ¿me invitas una taza de café?
—Sí, yo te sirvo.
—Mami…
—Perdón, hijita. Sí, un segundo. ¡Ya! Aquí tienes tu café bien calentito.
—¡Está delicioso!
—¿Quieres un poco más? Uy, espérame, Vica, perdón.
—¡Mamá, después usas tu teléfono!
Esta conversación lo cambió todo. Mi hija tenía recién dos años cumplidos, así que cuando la escuché me sentí bastante bruta. ¿Cómo era posible que una chiquilla de 2 años la tenga más clara que yo?: “Es de mala educación usar el celular si estás jugando”.
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Y me sentí bastante hipócrita también. Confieso que son varias las cosas que me hacen renegar, pero una de las principales es que la gente use el celular cuando está conversando con otra persona. Me molesta cuando lo usan para ver Instagram, para ver videos o, peor aún, para jugar. ¡Para eso te quedas en tu casa!
Además, me parece una locura que la mayoría de nosotros no nos demos la chance a descansar la mente, no nos dejemos aburrir. Nos quedamos solos un segundo ¡pum! celular; nos sentamos en el sillón ¡pum! celular. Me pone de mal humor que nuestra mente sea tan frágil y que no hagamos demasiado para luchar con eso.
Es obvio que mi hija no tiene ni usa iPad, y mucho menos un celular. Desde hace tiempo, ya ve tele y de hecho nos parece bastante tierno cómo tiene cómo ídolos a los cachorros de Paw Patrol. Pero una de las reglas implícitas -impuesta por el papá de Vica- es que tratemos de que la tele sea lo más “social” que se pueda. O sea, que vea tele acompañada.
No siempre se puede, pero la mayoría de las veces alguien está a su lado comentando, conversándole, hasta trabajando o durmiendo (o voy a mentir). Le decimos que es un momento para pasar el rato, pero que es más bonito si lo hacemos juntos, con una mantita encima y tomando tecito (mi hija es una vieja).
Pero ¿de qué sirve todo esto si a penas vibra mi celular dejo de prestarle atención a mi hija? ¿De qué sirve, si el ejemplo que le doy es que hay algo más importante en una pantalla que jugar?
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No, no, no, no. Desde ese día, el que mi hija de dos años me mandó al diablo por mal educada, me puse horarios. Y estoy orgullosa de decir que los cumplo. Desde que me despierto, no veo el celular hasta casi dos horas después. Por la noche, lo guardo en un cajón entre 8 y 9 dependiendo de lo que tenga que hacer. Y en la mesa, si a algún adulto le llega un mensaje -al menos en esta casa- se tiene que parar y verlo en la sala.
¿Estaremos exagerando? Prefiero decir que no. Prefiero pensar que con lo que estamos exagerando es con el celular y que somos nosotros, lo adultos, los que tenemos que regularnos. Somos nosotros, los adultos, los que tenemos celulares en vez de manos. Y la verdad es que no me gusta. Prefiero mis manos para contener. Prefiero mis manos para dar abrazos, cariño, amor y lo más importante: atención. ¿Y si hacemos la prueba?