No sabes nada de la culpa hasta que tienes tu primer hijo. Y eso que de culpa sé bastante: fui a un colegio católico, así que casi a diario me di golpecitos en el pecho repitiendo por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Pero desde el momento que di a luz a mi hija -que ahora tiene 2 años- la culpa tomó un nuevo significado, mucho más intenso que un golpe en el pecho.
La primera vez que salí a trabajar y dejé a mi bebé en casa de mi mamá lloré casi todo el camino desde Surco hasta San Isidro. La primera vez que desperté de una siesta y me enteré de que mi tía y mi prima se habían encargado de cambiarla, de jugar con ella y de hacerla dormir me sentí un tanto irresponsable. Y cada vez que salía sin ella sentía que alguien saldría por la ventana de su casa a gritar: “Regresa con tu hija, ¡mala madre!”.
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La primera vez que tomé una cerveza y luego le di teta pensé que le había ocasionado un daño cerebral, y la vez que se cayó de la cama repetí la imagen en mi cabeza por casi toda una semana. Y qué decir de la vez que no me di cuenta de que andaba con el pañal cagado por un buen rato, que le chorreé mayonesa en la frente por comer pollo a la brasa mientras le daba de lactar o la vez que se me cayó el celular justo en el centro de su cabeza por intentar el mismo malabar.
Supe de la culpa cuando en vez de llevarla al doctor a penas tuve la intuición que algo no iba a bien, me demoré semanas y la infección urinaria se puso peor. Y la misma culpa casi me mata cuando le dio hambre dentro del carro, en el peor momento del tráfico limeño, y lloró tanto que sudó como si hubiese corrido una maratón.
Por mi culpa y por mi culpa. Es cierto que esta se va disipando con el tiempo, pero me atrevo a decir que no desaparece. Y si quieres irte a una isla desierta para tener un sorbo de lo que era tu vida anterior, esa cuando no eras mamá de alguien, ten en cuenta que irás con dos maletas: una llena de ropa y otra con un poco de culpa por cada día que la pases bien.
¿Se puede vivir así? Obvio. Por dos razones: Primero, no tienes de otra. Segundo, una cosa es sentir culpa por querer ser mejor persona para tu hija y otra cosa es sufrir de una resaca moral porque te chapaste al ex de tu amiga. Sé que hay un tono pesimista en estas líneas, pero esa no es la intención. Solo quiero ser sincera. Pero para no dejarnos un sinsabor te dejo esta buena noticia: al principio, esa culpa pesa como una mochila con piedras, pero luego solo te acompaña, así como esa tarjeta Visa que no te sirve para nada, pero anda bien puesta en tu billetera… de alguna manera te hace sentir mejor.