Cuando en el episodio 12 de la cuarta temporada de Sex and the City, el personaje de Carrie Bradshaw encuentra accidentalmente el anillo con el que le va a proponer matrimonio su novio, Aidan, las posibles dudas de la protagonista sobre si él es el hombre de su vida aumentan. La imagen de esa sortija en oro amarillo con un brillante con corte en forma de pera fue el equivalente visual al sonido que produce arañar una pizarra. La historia luego da una serie de giros, pero al final se resume en una frase dicha por la siempre sabia Samantha Jones: “Anillo equivocado, hombre equivocado.”
Lo que le sucede a Carrie es un caso de decepción en un contexto que le otorga una dósis adicional (¿extraordinaria?) de drama, pero algo con lo que nos podemos identificar especialmente en esta época del año. ¿Cuántas veces han recibido un regalo que no les gusta? Quizá ya de adultos los regalos no tienen la misma importancia, pero cuando se es un niño los regalos lo son todo. En mi familia siempre se ha celebrado la Navidad pese a que yo soy ateo, con madre agnóstica pero con un padre muy católico. Cuando era chico los regalos los abríamos el 25 de diciembre por la mañana, pero mi naturaleza ansiosa hacía que la noche del 24 me acostara lo más temprano posible “para que la Navidad llegara más rápido”.
Debo confesar que los regalos siempre fueron bastante acertados. Los que no coincidían con mis pedidos a Papá Noel igual lograban ser un buen reemplazo. Además, siempre existía el Día de Reyes para cubrir cualquier falta. Sin embargo, existe un episodio que resalta en mi cabeza hasta el día de hoy. Viviendo en Moscú, la mañana del 25 de diciembre de 1988, mientras corría hacia los regalos debajo del árbol, divisé una caja que destacaba por su tamaño. Al acercarme y ver mi nombre, confirmé gloriosamente que era para mi. Desde que tengo uso de razón, mi papá me ha repetido incontables veces que “no hay peor gestión que la que no se hace”, así que decidí hacerle caso y ese año pedí varias cosas, entre ellas un Nintendo y –dada mi temprana afición por el cine- una colección de películas específicas. Me dispuse a abrir la caja y mientras empecé a quitarle el papel me di cuenta rápidamente que mejor olvidarme del Nintendo. Un mini suspiro más tarde, continué con mi labor y terminé develando el regalo, abrí la intrigante caja y ¿qué había dentro? Pues nada más y nada menos que un globo terráqueo. Sí, un globo como aquel con el que conversa el más famoso personaje del caricaturista Quino. Mi decepción no pudo ser mayor (miento: debo recordar que desde que había pisado la ex Unión Soviética dos años antes venía pidiendo un huevo Farbegé por mi cumpleaños y tampoco lo había recibido). Al ver que me sentía estafado con aquel globo terráqueo mi mamá trataba de buscarle el lado positivo al regalo, pero no había manera de que me recuperara.
Al año siguiente, pese a los debates que dividían a mi compañeros de tercero de primaria, aprendí que Papá Noel no existía. Una de las primeras cosas que vino a mi mente fue ese globo terráqueo, y comprendí que había sido mi mamá quien me lo había regalado. Claro, ella decía que los juegos de Nintendo (al igual que el programa de Yola Polastri ) “embrutecían” a los niños. Mi mamá -la misma que por verme demasiado tiempo sumergido entre libros de geografía me obligaba a salir a jugar al jardín- había decidido fomentar aquel gusto que tenía por los continentes, las fronteras y las formas bizarras de cada país con aquel objeto que -estaba convencida- me gustaría. Ahí también entendí que mi reacción al abrir el regalo aquella mañana pudo ser algo hiriente, y ese globo terráqueo cobró un nuevo valor.
Cuando le conté esta anécdota a mi amiga y colega Natalia, ella me contó un pasaje similar. Siendo una niña los años 70 y 80, la estética de Natalia se vio tremendamente influenciada por todo lo pop, colorido, y camp (Prince es su artista favorito hasta el día de hoy). Lo que más anhelaba Natalia cada Navidad era una Barbie, y cada año esperaba que su pedido se hiciera realidad. Lamentablemente ese nunca fue el caso, ya que mi amiga -hija de una antropóloga y un escritor- recibía juguetes de madera elaborados por miembros de un centro penal. Año tras año la misma decepción, decepción que luego fue acentuada cuando en una oportunidad sus papás rompieron las reglas y le regalaron a su hermana menor la codiciada muñeca (la cual fue lanzada desde una ventana por mi amiga).
Estas decepciones nos hablan de engreimientos infantiles pero también de las expectativas que nos podemos crear frente a algo que es gratuito, algo que deberíamos agradecer por el simple hecho de darse. Es algo con lo que algunos luchamos hasta el día de hoy. Mi amigo Rafo me lo comentó una vez mientras veíamos una exposición fotográfica donde había una imagen de un globo desinflado, obra de la fotógrafa Mafe García. Me dijo que ese cuadro me representaba en cierta manera, por cómo me auto-generaba expectativas innecesariamente, y me preparaba mis propias emboscadas de decepción, en vez de tomar algunas cosas como son y disfrutarlas.
Mi globo terráqueo no fue lo que yo quería en ese preciso momento, pero fue un regalo que me sirvió por mucho más tiempo del que hubiera jugado con el Nintendo, y un regalo que quizá sea responsable de mi temprana preocupación por el medio ambiente y mi convicción de que todos somos uno. En cuanto a Natalia, me gustaría creer que su eterna apreciación por lo artesanal y su actual desempeño como impulsadora del arte y textilería de la selva peruana traza su origen a esos juguetes de madera que le regalaban sus padres. Como dice la canción de los Rolling Stones, no siempre puedes recibir lo que quieres, pero si lo intentas, quizá encuentres lo que necesitas.