Hace una semana, difundida la noticia de la muerte del genocida Abimael Guzmán, muchos peruanos sentimos una mezcla de alivio y repulsión. Alivio porque al fin dejaba de existir el asesino terrorista que concibió el demencial levantamiento en armas de Sendero Luminoso, y repulsión por el recuerdo de los crímenes que Guzmán cargó en sus espaldas hasta el final y de las víctimas a cuyas familias nunca pidió perdón.
La controversia acerca de qué hacer con su cadáver –generada por la parálisis de este gobierno de pusilánimes– solo consiguió exacerbar la repulsión hacia el siniestro camarada ‘Gonzalo’. El pedido general no admitía discusión: que lo quemen, que reviente, que se pudra, que lo lancen por las alcantarillas al desagüe, que hasta la última de sus partículas sea desaparecida de la faz de la tierra.
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Es muy difícil no sentir odio ante un sujeto retorcido como Guzmán. Quienes vivimos o crecimos en los ochenta y noventa hemos padecido el miedo a ser asesinados, secuestrados o alcanzados por la onda expansiva de un coche-bomba, de modo que la aversión hacia Sendero es inmediata. Es lógico odiar a terroristas, especialmente a aquellos sentenciados que, sin mostrar un gramo de arrepentimiento por la sangre que derramaron ni pagar sus deudas con el Estado, pretenden “reinsertarse en la sociedad”. A cada uno de ellos quisiéramos aplicarles la ley del talión, hacerles de cuadritos la vida pública que decidan tener una vez que salgan libres, y martirizarlos con insultos o incluso agredirlos si osan volver a levantar las banderas con que en su día justificaron tanta muerte.
Ese odio es lógico, natural, automático. Pero, ojo, también es primitivo, instintivo, visceral. Quizá no podemos evitarlo porque anida en lo más profundo de nuestras pasiones, pero sí podemos –y debemos– convertirlo en algo socialmente más útil; de lo contrario, terminaremos pareciéndonos mucho a aquellos que decimos odiar. Recordemos que lo que movilizaba a los terroristas era precisamente eso, el odio. Odiaban la democracia, odiaban al país, odiaban a los políticos, a los empresarios, a los homosexuales, incluso a los campesinos que, a diferencia de ellos, no usaban la pobreza como excusa para disparar un rifle ni descuartizar inocentes a machetazos. Si los subversivos alcanzaron esos horrendos grados de barbarie fue, básicamente, porque ardían en odio, mataban por odio.
El odio hacia los terroristas es comprensible como desfogue, pero también puede convertirse en una prisión, una droga que mientras produce cierto placer embrutece, crea dependencia y a la larga deshumaniza.
Que la muerte del monstruo Guzmán sea ocasión para ponerle cabeza fría a nuestro odio. Tengamos la grandeza y racionalidad que el enemigo nunca tuvo. ¿Por qué? Porque a diferencia de ellos creemos en la civilización y detestamos la violencia. O se supone.
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Digo aquí lo que escribí días atrás en Twitter: lo que los terroristas buscan es contagiarnos su odio. Quieren que los odiemos. Necesitan que los odiemos. Nuestro odio es su alimento. Nuestro odio perpetuo y radical sería su triunfo. Mientras más salvaje sea ese odio, más empoderados se sentirán. Nuestro odio es el pretexto que ellos requieren para justificar su locura. Por eso es imperativo transformar ese odio en algo más, por ejemplo, en memoria. Nuestra memoria, en la medida en que subraya la condición criminal de los subversivos, rememora el horror que sembraron y pone en perspectiva lo delirante de su discurso, los liquida, los anula, los pone en evidencia. Solo convertido en memoria, nuestro odio tiene algún sentido.
Si hoy queremos darles a los terroristas una lección moral, los peruanos que nos consideramos justos tenemos que recuperar lo que tuvimos alguna vez, no hace tanto: la certeza de que, aunque llovieran balas, cayeran bombazos o nuestras ciudades quedaran en tinieblas, estábamos todos del mismo lado. //