Un penoso incidente vecinal sucedió la otra mañana en un apacible parque de La Aurora. El lugar lleva un nombre que refiere a humanismo y civilización, que fue todo lo que no hubo: el parque Paul Rivet.
Antes de la pandemia el parque en cuestión, tal como sucedía con la mayoría de los parques de Lima, era un espacio favorecido por los entusiastas corredores que sufren en círculos y enamorados ricos en afecto pero escasos en presupuesto.
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La pandemia hizo prestarles atención a estos espacios públicos que nosotros mismos pagamos. Aparecieron picnics, cumpleaños, y otras reuniones que dejaron atrás el siempre idiota que dirán limeño. Entre estas manifestaciones era natural que se honrara a los mejores compañeros no humanos de estos años tristes, de incertidumbre y encierro. No fueron las series de Netflix. Fueron las mascotas pandémicas.
Durante la pandemia el parque Paul Rivet se convirtió en el lugar de encuentro de una comunidad de canes que tenían en común un vínculo que ellos forzosamente desconocían. La gran mayoría había llegado a casas necesitadas de una reserva viva de afecto y compañía cuando la vida no valía nada, o valía lo que un traficante quería cobrarte por un balón de oxígeno.
Indistintamente de su raza, tamaño y pelaje, los perros conectaron inmediatamente. Sus dueños, sus compañeros humanos, mejor dicho, no tanto. Primero se saludaban de lejos y miraban de reojo, bajo la suspicacia del contagio. Hasta que la natural y desprejuiciada empatía animal fue el ejemplo a seguir. Se generó una suerte de APAFA de los perritos del parque, que empezaron a intercambiar noticias de ellos tal como si de sus propios hijos se tratara. Que en más de un sentido lo eran.
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Una comunidad de personalidades caninas se fue configurando, aportando al grupo desde la singularidad. Por ejemplo, estaba Frida, una bulldog francesa líder y territorial (no en vano le llaman Godzilla), pero profundamente cariñosa y entusiasta a la hora de jugar. Estaba Baloo, mestizo, coqueto y protector, al borde del ataque de celos intermitente. Milan, macho alfa solidario. Conny, una poddle curiosa, cariñosa y tímida. Balú, el boyero noble y juguetón que nunca está de mal humor, al igual que Gringa, Luka, Bolita, Nicky, Hortensia y Chewy, el hiperactivo mestizo azabache, eterno novio de Frida, pero a quien esta trata como trata Godzilla a Tokyo.
Una mañana que estos perritos estaban en feliz convivencia perruna, una más de los cientos de días que han pasado desde que empezó la pandemia, un extraño y desaliñado vecino del parque, adulto mayor, salió por la puerta trasera de su casa provisto de una vara metálica.
Vociferando insultos y groserías ordenaba a las mujeres que se largaran de “su parque” llevándose a esos perros infernales que hacían bulla y además defecaban ahí.
Cómo las mujeres del parque tienen carácter, ovarios y absoluto amor por sus mascotas, lo encararon como dicta el sentido común. Con pacífica energía. Entonces el susodicho empezó a darle de palazos a las personas y a los perros. Andy y Katy, dos jóvenes paseadores de perros, fueron impactados, lo que generó que una de sus mascotas – aterrada- se escapara corriendo. La pequeña pero aguerrida madre putativa de Frida, María Torres, aprovechó que la bulldog a pesar de no tener cintura esquivara un golpe para desarmar al atacante descontrolado. Llegó el Serenazgo que, con las limitaciones propias de su función, fungieron de disuasivo para que la cobarde agresión no escalara a mayores. Las mujeres del parque fácilmente le hubieran podido dar una lección. Y ahí la víctima hubiera sido este sujeto.
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El maltrato se prolongó hasta la comisaría de San Antonio. La doctora veterinaria Alejandra Távara, que tiene cinco perros en casa, presentó una denuncia policial pues Andy y Katy fueron agredidos paseando a sus perros. Gringa, la que escapó, corrió hasta el otro lado de la avenida República de Panamá, donde fue golpeada por un auto que felizmente no la arrolló fatalmente. En la comisaría, con tono socarrón, le dijeron que la herida abierta que tenía Andy en la cabeza ni siquiera necesitaba puntos.
Que soledad y pobreza de espíritu debe albergar una persona que en la madurez de su vida carece de la capacidad de apreciar la compañía animal. A quien le preocupa un ladrido más las estupideces que los humanos decimos a diario, a gritos, además, obligando a los cercanos a escucharlas. La lealtad con que los canes nos han adoptado como parte de su manada en estos tiempos miserables merece un reconocimiento histórico, no un pobre hombre en pijama atacando mujeres en un parque.
El desequilibrio detrás de una agresión así además de un tema de salud mental cae también dentro de la seguridad ciudadana. El día que una reportera de Panamericana se acercó al parque para transmitir en vivo la protesta de mujeres y perritos, a lo lejos, sin meterse, un oficial de la comisaría observaba la situación. ¿Por qué no participa?, se le preguntó. La policía es quien debe proteger a mujeres de un desquiciado con un fierro. No pues, tienen que ir a la Prefectura a pedir garantías. ¿Pero qué pasará el día que salga con un cuchillo o un arma? Por eso pues, dijo el policía poniéndose de perfil, que vayan a la prefectura.
Si pacíficas mujeres y sus nobles canes no tienen garantía alguna al interior de un parque público, ya sabemos lo que les espera en la calle en una esquina solitaria cualquiera. Señores policías, metan la panza y hagan su trabajo. Y al machazo de la vara metálica que su familia lo cuide y no lo deje salir de casa a hacer esas barbaridades. Un día alguien va a poner en su sitio a quien funge de valientísimo varón ante mujeres indefensas y se alucina imaginario dueño de espacio público. Con mis perritos no te metas.