Es llamativa la facilidad con que se recurre a la frase “qué cómodo es opinar desde afuera” para intentar descalificar las ideas de quien, viviendo en el extranjero, piensa distinto. Y más que llamativa diría que es reveladora, pues desnuda los serios prejuicios y limitaciones de quienes utilizan ese argumento como arma arrojadiza.
Si un individuo solo pudiera referirse a la realidad del país donde vive, los analistas internacionales (también muchos historiadores) tendrían que buscarse otra forma de ganarse la vida, ya que su trabajo consiste, precisamente, en elaborar tesis acerca de sociedades a las que no pertenecen. Tesis gracias a las cuales, por cierto, los fenómenos globales se comprenden mejor.
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En los últimos días, a raíz de mi invitación pública a vender caro nuestro voto obligando a Pedro Castillo y Keiko Fujimori a moderarse antes de decidir a cuál de los dos apoyar en la segunda vuelta, varias personas me han transmitido su indignación vía redes sociales. La mayoría –limeños, seguros votantes de Keiko el próximo 6 de junio– dice no comprender mi indecisión. Para ellos sencillamente “no hay nada que negociar” con Perú Libre. Se ve que los resultados de la encuesta de Ipsos del domingo pasado, en vez de llevarlos a reflexionar y preguntarse por qué hay un 42% que piensa votar por Castillo, activaron su ya legendario miedo a que cambie “el sistema”, a que “retrocedamos”, a que el país “se vaya al diablo”, sin pensar en los miles de compatriotas que, perjudicados por ese mismo sistema, conviven desde hace mucho con el retroceso y llevan años yéndose al diablo.
Frente a mi sugerencia de esperar con prudencia gestos democráticos de ambos candidatos, varios contactos de Facebook y Twitter han enfatizado mi situación de inmigrante para resaltar que me resulta “muy sencillo” opinar “desde la comodidad de Madrid”, ya que “no pagaré las consecuencias” una vez que “nos convirtamos en Venezuela”.
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Hay que tener muy mala entraña para insinuar que la situación del país me da lo mismo o no me preocupa cuando mi madre, mis hermanos, tíos y sobrinos más queridos viven en Perú; cuando mis ahorros están en una cuenta corriente peruana; cuando mi única propiedad (un departamento) está ubicada en Perú; y cuando mi trabajo periodístico proviene enteramente del Perú.
Esa razonamiento del “cállate que tú no vives aquí” –además de insultar a los más de tres millones de peruanos que vivimos en el extranjero (y que tenemos todo el derecho a decir lo que pensamos respecto de un país que sigue siendo, que nunca dejará de ser nuestro)– es aún más repudiable por su alta dosis de cinismo. Por ejemplo, quienes antes criticaban a Mario Vargas Llosa cada vez que cuestionaba al fujimorismo, ¿acaso recriminan su residencia en España ahora que el Nobel ha decidido respaldar a Keiko? No, al revés, en el colmo de la hipocresía, destacan su lucidez, espíritu democrático y falta de resentimiento. Sin afán comparativo, estoy seguro de que si en las redes me pronunciara a favor de Fuerza Popular para el balotaje, ninguno de los que hoy me califica de “conchudo” o “irresponsable” repararía en mi ubicación geográfica. Si dijera lo que quieren escuchar, no les importaría si vivo en Madrid, Lima, Cajamarca, Luxemburgo o Ganimedes. Acto seguido, claro, porque la intolerancia es de ida y vuelta, surgirían iracundos comentarios de convencidos votantes de Pedro Castillo acusándome de hablar desde el confort de mi “exilio dorado”.
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Entiendo, por supuesto, de dónde nace el terror detrás de estas invectivas. Surge del centralismo, de las décadas de privilegio, de la completa desconexión con el pulso del país. Lo ha dicho con todas sus letras el joven analista político Gonzalo Banda al examinar el voto de la capital en las últimas elecciones: “No hay región más distante del Perú que Lima”. El problema, entonces, no es vivir en el extranjero, sino encerrarse en una burbuja. Se puede vivir dentro del país radicando fuera de él. Lo trágico, lo peligroso, lo triste es estar fuera del país viviendo dentro. //