1.- El Perú como un individuo que un buen día, al despertar después de una fiesta, se siente enfermo. Sospecha que es un resfrío. Es más grave que eso. Los análisis arrojan resultados inesperadamente contradictorios, y los médicos no se ponen de acuerdo respecto del diagnóstico, aunque coinciden, sí, en que se trata de una enfermedad hereditaria y degenerativa. El Perú como un individuo que lamenta su suerte, su destino, la presencia de la fatalidad en su vida, tan dichosa hasta ese momento. La enfermedad repentinamente comienza a manifestarse en la piel, llagas en los brazos, las piernas, la cara.
El Perú como un individuo que llora por su enfermedad o por los síntomas de su enfermedad, que producen escozor, pero también vergüenza. Cada día aparecen nuevas úlceras, se multiplican sin que pomadas, pastillas ni medicinas alternativas consigan erradicarlas. Llegan a ser tantas que se vuelven indistinguibles. El Perú como un enfermo que ya no reniega ni protesta. Cuando las heridas se normalizan, dejan de herir, el individuo se acostumbra a la presencia de las pústulas, al dolor que causan y se resigna a buscar formas para distraerse de sí mismo, para no tener que mirarse.
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2.- Hay un cuento de Lorrie Moore protagonizado por una mujer que ha perdido toda esperanza luego de que su familia muere en un accidente aéreo, pero que una tarde se topa con un programa de televisión que le arranca una carcajada que no puede controlar. Al inicio se siente mal por reírse, considera que sonreír es traicionar el dolor que lleva encima. Con el paso de las horas y los días entiende que esa risa le ha devuelto algo de fe, algo de vitalidad, que en cierto modo la ha sanado.
El Perú visto ahora como un enfermo que, desesperado por su irreversible condición, se automedica e intenta cubrir sus llagas, reventar sus forúnculos, negar su aspecto. Un buen día se desnuda, se mira delante del espejo, observa los contratiempos de su cuerpo, y se echa a reír destempladamente. No es una risa breve e involuntaria como la del personaje de Lorrie Moore, sino perversa y estruendosa, la risa de Vincent Price, una risa cuyo eco traspasa las paredes y llega hasta la calle.
3.- Si uno enmarca el fenómeno ‘Bebito Fiu Fiu’ en el contexto de la crisis política que nos escalda desde principios de siglo, encontrará válida la analogía del Perú como un individuo desahuciado que, en un acto de hartazgo y demencia, se larga a reír de su desgracia. Digamos que, si los turbios moradores de Palacio y del Congreso nos castigan a diario con una interminable película de horror, el incidente sentimental de Martín Vizcarra es el intermedio, la pausa que da un cierto respiro en medio de la terrorífica función.
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No es, por cierto, una pausa agradable. Parece cómica, pero es solo una variante anecdótica de la misma tragedia. No olvidemos que el expresidente, vacunado contumaz, está siendo procesado por el caso ‘Lomas de Ilo y Hospital de Moquegua’, es decir, acabó pareciéndose demasiado a aquellos a los que en su día juró perseguir. Al intervenir unos acordes de Eminem, Tito Silva Music ha creado una parodia divertida (versionada por el famosísimo Bad Bunny, eminencia del trap latino), de la que Vizcarra extrae lógico provecho político. En tiempo récord ha mutado de lagarto a osito de peluche, de corrupto probable a travieso infiel, de mano negra a mano larga, y eso a los peruanos, sí, pues, les da risa. Pero el Perú de hoy no tiene una risa alegre, espontánea, sino una risa histérica y desesperada, la risa del enfermo que sabe que no va a curarse, o quizás las del muerto que deambula cansado de morirse. //