Hubo un tiempo en que mi familia paterna parecía estar completa. Desde luego llevábamos varias generaciones sufriendo bajas y recambios, como todos los clanes, pero siendo niño tenía la impresión de que el elenco familiar, tal cual lo había conocido, se mantenía estable.
En esa época, los años 80, cada vez que los Cisneros nos reuníamos en casa de mi abuela Esperanza, en la mítica casa de la calle La Paz, en medio de una bulliciosa muchedumbre de parientes que se multiplicaba año tras año, en ese pandemonio de gente yendo y viniendo, destacaba la figura del más encantador de los cinco hermanos de mi padre. El tío Renato, el penúltimo de la serie. Cada tío era entrañable a su manera, pero Renato rompía con la tradicional solemnidad que imponía el apellido e irradiaba una energía vital que no dejaba indiferente a nadie.
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Era él quien de manera espontánea promovía juegos entre los sobrinos, organizaba concursos para recitar poemas, nos disfrazaba con los trapos que extraía de un baúl lleno de vejeces, y nos enseñaba las canciones, versos, refranes y juegos de palabras que su padre, mi abuelo Luis Fernán, había inventado décadas atrás para entretener a sus hijos en los días duros del exilio en Buenos Aires.
Y cuando la noche asomaba, después de bailar un tango con mi tía Carola, de cantar con sus hermanos himnos en portugués, de relatar anécdotas que los demás sabíamos exageradas pero justamente por eso las disfrutábamos, después de todo aquel preámbulo, el tío Renato –los ojos verdes, la sonrisa pícara, la camisa abierta– se colocaba un vaso de whisky en la cabeza y hacía equilibrio mientras de fondo sonaba un vals o una milonga. Solo quedaba aplaudirlo en círculo. Aquellos almuerzos realmente no empezaban hasta que él no apareciera, ni terminaban hasta que se marchaba.
Como no tenía hijos, el tío Renato se dedicaba a sus sobrinos con entusiasmo sin par. Fueron varias las veces que sustituyó a mi padre cuando se ausentaba por temas laborales o sociales. En una ocasión, mi hermana y yo debíamos presentar un trabajo sobre la Guerra del Pacífico y él se ocupó de transcribir y dar forma a nuestros vagos apuntes escolares. Las teclas de la máquina eléctrica sonaron toda la madrugada. A la mañana siguiente nos entregó una carpeta impecable, mecanografiada con pulcritud y con inesperadas láminas Huascarán alusivas a la epopeya del Huáscar. Nos sacamos veinte.
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Varias tardes, al volver del colegio, lo encontraba en mi casa reordenando el mobiliario de la sala y comedor junto a mi madre. Con pocos movimientos –un jarrón aquí, un cuadro allá, una planta en tal esquina– lograba darle personalidad a cada estancia. Tenía un tipo de talento en el que se mezclaban la elegancia, la inventiva, el arte manual. Estoy seguro de que todos los primos tenemos en casa al menos uno de los collages de fotos elaborados por el tío Renato.
A veces lo veía fumar al aire libre, mirando hacia la calle, como si con el humo expulsara sus dilemas privados. Felizmente para nosotros, ni las cuitas sentimentales ni los apuros económicos –y vaya que tuvo mucho de ambos– ensombrecieron jamás su inalienable sentido del humor ni aminoraron su forma cariñosa de hacerse presente.
Era un anciano adolescente y lo habría seguido siendo de no haberse descuidado. En una de sus visitas a la bodega del barrio contrajo el covid y en pocos días pasó de su casa en Barranco a la Villa Panamericana y luego a una cama del hospital Almenara. Fue allí donde lo vimos por última vez, gracias a una videollamada que las enfermeras hicieron posible. Ocho sobrinos, ya grandes, ya con hijos, con más edad de la que él tenía en esas antiguas reuniones de familia, le hablábamos desde diferentes ciudades sin darnos cuenta –sin querer darnos cuenta– de que lo estábamos despidiendo. Qué ganas de abrazarlo, de rescatarlo de esa insoportable soledad: demasiada soledad para un hombre cuya vida consistió en hacer lo posible para que a su alrededor nadie se sintiera solo.
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“¿Sabes qué significa nuestro nombre?”, me dijo hace miles de años, “que somos renacidos, que si morimos, volvemos a nacer”. Sé que era mentira, tío, pero como siempre, sigo creyéndote. //