Una noche de hace años recibí una llamada desde México. Era mi hermana mayor, que decía entusiasmada: “Una bruja acaba de asegurarme que uno de mis hermanos será presidente. ¡Eres tú! ¡Estoy orgullosa!”. Acto seguido colgó, dejándome alelado, con la mano asida al auricular.
Lo más lógico habría sido tomarlo como una anécdota, pero a mis 13 años preferí creer la buena nueva y mantenerla en secreto para que ‘no se salara’. ¿Presidente? ¿Yo? ¿Y por qué no? En los días siguientes, frente al espejo, donde antes veía a un mocoso anodino sin personalidad, ahora, ayudado por el eco de las palabras de mi hermana, veía el reflejo de un adolescente predestinado a ocupar un sitial en la historia. Si mi abuelo había sido embajador ante la OEA, pensaba, si mi padre juró como ministro en dos ocasiones, ¿no sonaba natural que alguien tomara la posta en esa tradición familiar?
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Tan inequívoca parecía entonces la profecía que me resultaba fácil distraerme imaginando los adjetivos con que la prensa calificaría mis logros. “Sondeo urbano-rural confirma altísima aprobación del presidente Cisneros: solo el 1,1% rechaza su notable gestión”, “Crecimiento del PBI se ha multiplicado gracias a Cisneros, reconoce la oposición”. Solo los gritos destemplados de mi madre conseguían arrancarme de mis elucubraciones de jefe de Estado. “¿Qué haces encerrado en el baño, carajo? ¿Ya terminaste tu tarea?”, me interrumpía. “Ya verás: cuando llegue a Palacio, ni al patio vas a entrar, pensaba, vengativo.
Durante las semanas posteriores, tanto en casa como en el colegio, tomé distancia de los pasatiempos naturales de mi edad para abocarme al diseño de mi ideario político. Si efectivamente iba a convertirme en mandatario, no había tiempo que perder en mongas quinielas de básquet, insulsas competencias de lingo, mucho menos en torneos de matagente. Cada vez que mis amigos insistían para unirme a las pichangas del recreo, declinaba con una excusa serísima que no estaba en ellos comprender: “Tengo que redactar mi plan de gobierno”. Los veía a lo lejos y dudaba respecto de quién sería el más idóneo jefe de gabinete: “¿Ernesto o Leonardo? Gonzalo no, a ese lo pongo de ministro de Pesquería”.
De esas semanas recuerdo solo un momento de vacilación: el día de la elección del delegado de clase de segundo de media. No solo nadie me propuso entre los candidatos, sino que fui abucheado cuando levanté la mano para promover mi inclusión. Al final apenas alcancé un cargo intrascendente, por no decir cojudo: capitán de fila. Si no soy capaz de despertar entusiasmo electoral entre los cuarenta chicos del salón, ¿cómo haré más adelante para obtener la confianza de millones de habitantes?, escribí esa noche en el cuaderno Justus donde iban tomando forma las medidas para los primeros cien días de mi gobierno.
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Una tarde, mortificado por la poca autoridad que infundía entre mis compañeros como capitán de fila, compartí mi secreto con Ernesto. “Tú, ¿presidente? No me hagas reír. El esqueleto del laboratorio de Ciencias tiene más carisma”. En ese instante decidí que el primer ministro sería Leonardo.
Durante algún tiempo más seguí abrazando la ilusión de ser presidente. Soñaba con tener el poder de impartir justicia y mandar a la cárcel a todos los seres indeseables del Perú, empezando por los abusivos chicos de quinto que extraían mi lonchera del casillero y la escondían en los basureros del gimnasio. Poco a poco, sin embargo, me fue quedando claro que Madame Zulú –ese era el alias de la adivinadora mexicana– era solo una charlatana. Primero supe que su predicción no había sido pronunciada en un consultorio esotérico, sino en medio de una fiesta hippie regada de tequila, donde la nube de humo que flotaba sobre los asistentes no salía precisamente de la parrilla. ¿Cuánto de sexto sentido y cuánto de alucinógena borrachera habría habido en Madame Zulú al momento de tener sus ‘visiones’?
Pero el indicio que terminó de abrirme los ojos fue la noticia del asalto a su vivienda. Una banda de ladrones había ingresado mientras ella roncaba a pierna suelta, llevándose joyas, ropas y enseres. Le robaron hasta el canario. “Si no pudo intuir que había rateros en su casa, cómo podría pronosticar mi futuro”, me preguntaba indignado, maldiciendo mi ingenuidad.
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Treinta y tantos años más tarde celebro el errático augurio. Jamás podría ser presidente. No está en mí. Para ser presidente debes rodearte de mediocres que solo desean lo mejor para ellos, lanzar promesas populistas que sabes que no cumplirás y mentir compulsivamente. Antes preferiría ejercer cualquier otra actividad igual de embustera. La brujería, por ejemplo. //