El museo Nacional de Qatar es una joya arquitectónica contemporánea. Está inspirada en las formaciones naturales de cristales llamadas rosas del desierto, lo que le da a su aspecto una estética orgánica y majestuosamente reposada. Fue diseñada por el arquitecto francés Jean Nouvel, el mismo que hizo la ampliación del Museo Reina Sofía en Madrid y el edificio Real 2 en el centro Empresarial de San Isidro, lo que confirma la insospechada conexión entre lo peruano y cualquier cosa que suceda en el mundo. No hay explicación. Es así.
El museo alberga la historia de Qatar desde la prehistoria a la modernidad. Pero su visita está marcada por dos piezas inversamente proporcionales en su dimensión y en su disposición cronológica.
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El recorrido del museo inicia con una pieza que se llama Madre Patria. Es una reproducción a gran escala de una batoola, máscara metálica que antiguamente usaban las mujeres casadas. La explicación oficial de su uso menciona tres funcionalidades: modestia, pureza y protección. Pero a los ojos occidentales, cargados de las controversias que han precedido el mundial de fútbol, la escultura vocifera una declaración tácita: si, aquí las mujeres se tapan la cara, ¿y qué?
El otro objeto, casi en las postrimerías del recorrido, es una tarjeta que asoma desde un sobre que tiene doce años de antigüedad. Es el pedazo de cartón con que la FIFA anunció en el 2010 que Qatar sería la sede del Mundial de Fútbol 2022. Esa nominación desató denuncias de coimas y estadios levantados con sangre extranjera. Ni Shakira ni Dua Lipa fueron ajenas a la carga kármica de esa impresión en tinta detrás de un vidrio.
Entre ambas piezas una impecable museografía recorre las primeras manifestaciones de vida en esta parte del mundo, los protectorados extranjeros y las sucesiones familiares de una monarquía que primero vivió de sus perlas, luego del petróleo y finalmente del gas, atesorando en su mar la tercera mayor reserva del mundo. En Qatar nadie paga impuestos. En Qatar el 80 % de los trabajadores son extranjeros. En Qatar no hay pobres. No hay perros callejeros. En el país con mayor renta per cápita del planeta no existe el menor signo exterior de pobreza. No hay ni moscas.
Por ello Doha es una ciudad descaradamente opulenta, aunque serena a la vez, imperturbabilidad signada por la confianza implacable del poderío económico contenido por las restricciones de la fe. Sus centros comerciales recrean con pudiente fantasía locaciones emblemáticas– como la Place Vendome de París o los canales de Venecia – pero con sofisticación que los aleja del chatarreo pecaminoso de Las Vegas. En contraste con este homenaje al más exclusivo consumismo occidental, por las noches las enseñanzas del Corán iluminan una de sus avenidas. Para el extranjero esos signos ilegibles podrían ser decoración navideña. Para el creyente es fe.
El artista autor de la inmensa máscara del museo es Hassan bin Mohamed bin Ali Thani, prominente miembro de la familia real catarí, coleccionista multibillonario e influyente consejero cultural del régimen. La familia Al Thani gobierna el país desde mediados del siglo XIX y tiene un plan para Qatar que apunta al 2030, donde abrirse al mundo es un paso trascendental para esta monarquía absoluta. En ese plan el poder de convocatoria que arrastra el más bello de los deportes podría ser el catalizador perfecto. Así se le ocurrió al jeque Tamin ibn Hamad Al Thai, emir de Qatar de cuarenta y pocos años, tres esposas, tres suegras y una fortuna de aproximadamente dos mil millones de dólares.
Pero este es un paso complicado ante los ojos del mundo, que no son los del hincha. Si bien Qatar observa cierta liberalidad judicial respecto a otras comunidades musulmanas más conservadoras, los azotes y flagelaciones aún están en su Código Penal, así como la penalización de la homosexualidad. Este anacronismo que atenta contra los derechos humanos ha generado una absurda cacería de arcoíris en las inmediaciones de los estadios. Siete selecciones de fútbol se habían comprometido a participar en la colorida campaña de One Love, pero ante la amenaza de ganarse tarjetas amarillas han desistido, poco virilmente, dicho sea de paso, de asociarse con dicha causa.
- Gigantes en las calles –
Como si fueran hongos, los edificios conviven uno al lado del otro en el West Bay de Doha mostrando a todo lo largo de sus fachadas gigantografías de las estrellas del mundial: Mbappe, Neymar, Súarez. Inevitable imaginar que ahí podrían haber estado un Cuevita o Lapadula, sazonando aún más la fusión ecuménica del fútbol y dándole el selfie perfecto al Hincha Israelita. Pero solo hasta el repechaje llegamos. Esporádicas camisetas blanquirrojas deambulan en Doha con un aura de ilusión perdida que ya volverá, como vuelven las golondrinas y el humo.
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Mientras tanto, en los estadios cataríes a los que uno llegaba con cierto complejo de culpa colaboracionista se ven pantalones que muestran rodillas, mujeres locales intentando bailar zamba sin quitarse el velo, y sincera hospitalidad catarí que trata de mostrar su mejor cara a sabiendas que prejuiciosamente se piensa lo peor de ellos.
Cuando rueda la pelota las emociones nacionalistas se calientan, los goles se hacen poemas, y todo se olvida y sublima en nombre del juego. Videla, el dictador asesino, fue anfitrión de un Mundial. Putin, tirano que hace nueve meses invadió un país a sangre y fuego lo fue de otro que tanto celebramos en el Perú.
No hay venta oficial de alcohol, pero este ha llegado cobijado en elucubraciones latinoamericanas que sortearon el control de uno de los aeropuertos más modernos del mundo. A la inversa del plan monárquico, el fútbol más que un facilitador de intereses podría acabar siendo un inesperado agente de cambio en su sociedad. Por ejemplo, han descubierto que el Tequila y el Fernet también son como Dios: están en todas partes.
Las generaciones más jóvenes de cataríes están teniendo una inmersión intensiva en los vicios y virtudes de occidente, con todo lo bueno y lo malo que esto supone. Desde el conocimiento factual de que el borracho no es gente, hasta el goce y disfrute máximo de la libertad y belleza de este deporte sin distinción de género u opción sexual. Y una vez más, por encima de la inevitable fricción entre hinchadas donde no hay madre santa ni hermana virgen, la más contundente lección a contracorriente la están dando los japoneses.
Además de darse el lujo de ganarle a Alemania, su selección e hinchas mejoran cualquier lugar por el que pasan. El que recojan desperdicios propios y ajenos es apenas lo visible de su efecto civilizador, contrario al desmadre mundialista. Su comportamiento observa un alto nivel de improbabilidad universal: gana tus partidos sin joder al prójimo, salúdale y agradécele por su tiempo.
Para algunas hinchadas eso supondría morderse la lengua hasta partirla en dos. O como diría un mexicano, no mames. (Continuará).