Hoy será un día de caras largas. Muchos seguirán discutiendo, peleando, insultándose y hasta repartiendo culpas anticipadas por las elecciones. Quienes ya tienen su voto decidido intentarán por última vez convencer a los indecisos, que tratarán de no sucumbir a las peroratas de uno y otro lado. Mejor es no entrar a las redes, porque aunque no veas a tus interlocutores cara a cara será fácil imaginar sus rostros y respirar el miedo, la rabia o la desazón que desprenderán sus palabras. En realidad, todos estamos igual de enojados. Nadie quería esto: ni este desenlace electoral con dos alternativas así de dramáticas ni las enemistades generadas por tanta tensión social.
Mañana no será un mejor día. Al contrario, será un domingo largo, sombrío. La gente votará molesta, almorzará avinagrada y, si los resultados preliminares no satisfacen sus expectativas, lanzará varias maldiciones al cielo antes de irse a dormir, en el supuesto de que alguien consiga conciliar el sueño. Incluso entre quienes resulten “ganadores” tampoco imagino calma posible sabiendo que allá afuera, cerca o lejos, habrá muchísima gente descontenta, protestando, y lo que es peor: sabiendo que a Palacio de Gobierno ha arribado un presidente o presidenta al que, en verdad, la mayoría preferiría cambiar por otro.
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Pero hay un día posterior, el día después de mañana, en el que tendremos que empezar a reconstruir lo que nosotros mismos –con nuestra apatía, miedos y contradicciones– hemos venido derruyendo desde hace 20 años, cuando recuperamos la democracia y, a continuación, la desprotegimos, entusiasmados como estábamos en festejar la primavera económica y asegurar nuestro provecho personal. Algo hicimos, o algo dejamos de hacer, algo no vimos venir, algo dimos por sentado, algo pudimos cambiar y no cambiamos. Cada quien hará ese análisis en su momento; lo claro es que mañana no habrá voto liberador que nos salve del cargo de conciencia, pues aunque no todos seamos culpables sí somos responsables de estar atrapados en esta insoportable encrucijada.
Pienso ahora en el lunes que viene y pienso que quizá no sea casualidad que ese día sea 7 de junio. Desde el colegio, los peruanos asociamos esa fecha con la Batalla de Arica, enfrentamiento que nos legó una derrota bélica frente a Chile pero a la vez dos lecciones de entereza a cargo de los coroneles Francisco Bolognesi y Alfonso Ugarte. Es decir, perdimos la guerra, pero ganamos dignidad. El 5 de junio de 1880, Bolognesi le dijo a un emisario chileno, en presencia de varios oficiales peruanos (entre ellos el propio Ugarte), aquella famosa frase de “tengo deberes sagrados que cumplir y los cumpliré hasta quemar el último cartucho”, y fue el mismo 7 que Ugarte se lanzó al abismo en su caballo en un emocionante acto de patriotismo. Sí, es cierto, ese “triunfo moral” no alcanzó para revertir el resultado general, pero 140 años después, sin saber bien por qué, todavía nos produce algo parecido al orgullo.
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No ahora, ni mañana, pero tal vez el lunes, cuando hayamos digerido un poco la resaca del resultado, sea un buen día para preguntarnos qué espera el Perú de nosotros en adelante, sabiendo que la inestabilidad promete durar años. Tengo claras dos misiones impostergables: 1) ponerse en la primera línea opositora al nuevo gobierno sin importan quien lo encabece, 2) y trabajar desde donde nos toca para unirnos. No digo reconciliarnos, algo improbable, pero sí unirnos para defender nuestras libertades.
Algún día cercano, a lo mejor no todos pero sí una mayoría, volveremos a sentirnos parte de lo mismo, siquiera de manera fugaz. En 200 años de república hay ejemplos de sobra de victorias militares, conquistas sociales, triunfos deportivos y reconocimientos artísticos que vivimos como nuestros, que disolvieron los bandos y nos pusieron en la misma trinchera. No será hoy ni mañana, pero será. //