Ribeyro no se le admira, se le quiere. No se le recuerda, se le venera. Han pasado 24 años de su fallecimiento y sigue siendo en muerte el ídolo popular que nunca fue mientras estuvo vivo. No dejan de publicarse ensayos y perfiles sobre su vida; se ofrecen charlas y seminarios acerca de su obra; se confeccionan camisetas con su imagen; sus libros mantienen vigencia editorial dentro y fuera del Perú. Acaba de anunciarse, por ejemplo, la primera traducción al inglés de La palabra del mudo para agosto de 2019 (The Word of the Speechless, Katherine Silver, con el sello de The New York Review of Books).
El martes pasado, en el aniversario de su deceso, su nombre fue tendencia en Twitter. Decenas de usuarios no se cansaban de citarlo ni de recomendar sus títulos: “Alienación”, “La insignia”, “Por las azoteas”, “Solo para fumadores”, “Silvio en el Rosedal”, “La juventud en la otra ribera”, etcétera.
¿Qué hay detrás de la adoración a Ribeyro? ¿Por qué sus libros parecen producir en los lectores la misma adicción o dependencia que en él producía el tabaco? Por supuesto que su calidad literaria es razón suficiente para explicar el culto, pero es legítimo preguntarse si hay o no algún fenómeno extraliterario detrás de ese afecto unánime que ningún otro escritor peruano es capaz de despertar, ni siquiera nuestro Premio Nobel, que es más bien un autor polarizante?
Una explicación más o menos evidente es que Julio Ramón no fue un actor político y eso lo salva de antipatías y recelos. Sus temas, por otro lado, no han perdido vigencia, al revés, nunca como ahora nos sentimos identificados con ellos, pienso en la marginalidad, el racismo, el desconcierto, pero también en la vitalidad, el humor, la sobrevivencia, la añoranza de recuperar algo que quizá nunca se tuvo. Una segunda razón es que en este país trágico donde hombres y mujeres tan desagradables, desarticulados y angurrientos alcanzan sin mayor esfuerzo dinero, fama y poder, la figura de un hombre esmirriado, tímido, de trato amable, temperamento lacónico y modestas aspiraciones se vuelve rápidamente entrañable.
La tercera respuesta posible es que está muerto. Su ausencia favorece el encantamiento. Porque si Ribeyro estuviese vivo –permítanme especular–, hace rato que los imbéciles que pululan por aquí y allá se le habrían lanzado a la yugular con cualquier pretexto. Le reprocharían residir en París cada seis meses. Le exigirían, desde luego, devolver la Orden del Sol con que lo condecoró Alan García en 1986. Por dedicarse solamente a escribir lo calificarían de ‘vago’. Por su pasado como periodista lo acusarían de ‘mermelero’. Por sus incursiones bohemias lo tacharían de ‘borracho’. Por llevar siempre un cigarro en la boca y vivir en Barranco lo tildarían de ‘fumón’. Por recorrer el malecón en bicicleta lo juzgarían ‘hipster’. Por declarar en una entrevista que carece de vanidad lo llamarían ‘posero’. Y por andar de arriba abajo con los mismos amigos le gritarían ‘argollero’, si es que no ‘marica’. Le sacarían al fresco su paso por prisión, no importa que haya sido únicamente por el vencimiento de su permiso de residencia, ni que el encarcelamiento haya durado menos de 24 horas. Por haber simpatizado de joven con el socialismo y estudiar en la Católica, sin duda lo calificarían de ‘caviar’, y no faltaría quienes recuerden su participación en un congreso de jóvenes de inspiración comunista en Varsovia, en 1954, su paso como profesor en la universidad de Huamanga en 1959 y su firma en un comunicado de apoyo a las guerrillas en 1964 antes de estigmatizarlo destempladamente como ‘proterruco’. Y como el reconocimiento literario internacional seguramente le llegaría tarde (como efectivamente le llegó: recibió el premio Juan Rulfo apenas cuatro meses antes de morir), algún ignorante resentido osaría preguntarle ‘¿y tú a quién le has ganado?’. Qué va, ni siquiera el buen Ribeyro se habría salvado del maltrato en el asqueroso pandemonio lleno de prejuicios en que se ha convertido hoy la ‘discusión pública’. Seguiría siendo el Mudo, sí, pero un Mudo desplumado. //