Era 1996 y acababa de lanzar desde Sony Discos, en Miami, mi segundo álbum como solista, llamado Póntelo en la lengua. La expectativa era brutal. Canciones como Ingrata de Cafe Tacuba o Matador de los Fabulosos Cadillacs quebraron los mercados del tex-mex en Los Ángeles y el tropical en Miami. Fito Páez hacía giras por todo EE.UU. como si fuera Elton John, La Ley se perfilaba como el U2 hispano y MTV Latino difundía bandas y solistas de rock de todo Latinoamérica.
Era evidente que en cualquier momento iban a hacer retroceder esta invasión rockera en castellano. La aparición del Grammy Latino y la fragmentación de la programación MTV por países –con su triunfal MTV Unplugged– hizo que Fito Páez, Cadillacs, La Ley, Caifanes, Molotov, Café Tacuba y el mismo Charly García regresaran a hacer giras solo en sus países.
Pero en ese breve lapso de ilusión (1993-1999) se creía que hasta los Aterciopelados iban a conquistar el mundo con Baracunatana. Sony entonces invirtió en un megavideo dirigido por el director de moda, el colombiano Simón Brand, para mi sencillo de lanzamiento Me estoy enamorado. Las disqueras, boyantes en esa época, no escatimaban en gastos. Querían un video a todo dar hecho en EE.UU., pero Brand dijo que en Bogotá se podía triplicar la producción del clip con el mismo presupuesto.
Yo vivía literalmente un sueño. Así que tenía que salir en ese video con una guitarra que nadie tuviera, y decidí conseguirla. Como todo coleccionista, tenía mapeada cada guitarra valiosa que había en Perú y quiénes eran sus dueños. Estaba entre una Les Paul Gibson dorada de 1955 en Cajamarca y una Melody Maker Gibson de 1961 en Lima.
Finalmente, fui con 800 dólares en mano a buscar la segunda. Toqué la puerta, el dueño me reconoció y me hizo pasar. Oferté de frente y el tipo se puso nervioso. Se metió a su cuarto y regresó con cara de loco. Valientemente me dijo: “Mil o nada”. Quedamos en 900 y me la llevé feliz al rodaje en Bogotá tres días después.
Se filmó el video en varias locaciones, durante varios días. Fabricaron todo, hasta mis vestuarios. Celebramos con una gran cena el fin del rodaje. Al día siguiente tenía que regresar para dar un concierto (creo que en la Feria del Hogar). Y aquí viene lo bueno.
Totalmente satisfecho por la prometedora filmación, estaba medio echado en un asiento de la sala de espera del aeropuerto, hasta que vi por la ventana todo un operativo policial deteniendo y desmantelando todos los equipajes de mi vuelo. Me acerqué al personal de la sala y pregunté qué estaba pasando. El purser me dijo: “Han encontrado una guitarra llena de cocaína”.
Me puse blanco como un papel. No vi a nadie portando ninguna guitarra, salvo yo, desde que llegué al aeropuerto, y menos entre los pasajeros de mi vuelo. Así que estaba seguro de que era mi guitarra la que portaba la droga en las cavidades de los circuitos y micrófonos. Suena estúpido imaginar que su antiguo dueño olvidase que en su guitarra estaba su ‘mercadería’. Pero en ese momento tan confuso, y sobre todo viendo a la policía cercando las salas de espera, uno imagina lo peor. Lamenté en plena taquicardia no haber desarmado la guitarra antes de viajar, aunque eso lo hagan solamente los técnicos. Hasta que milagrosamente la policía se llevó a dos tipos de una sala de espera contigua a la mía como posibles cómplices de un músico detenido por narcotráfico en el counter. No puedo describir el alivio que sentí. Mi guitarra estaba limpia.
Dos años después doné tontamente el valioso instrumento al Hard Rock Café de Larcomar, que luego cerró. Ningún músico importante regala sus guitarras favoritas. Solo réplicas chinas. Hasta hoy nadie me da razón del paradero de esa guitarra.
Junto con el diagnóstico de la metástasis de mi padre y, décadas después, el mío, aquella vivencia en el aeropuerto de Bogotá fue de los momentos más horribles de mi vida. //