Ahora sí, ya descansa en paz. No tiene que explicar nada, ser ejemplo de nada, o elegir quién es cada día ante el mundo. Si Diego o si Maradona. Si el crack o el demonio. Si el hombre que solo jugaba al fútbol o el general que tenía que ser padre de su patria. Acaso lo más importante, en esta hora en que Diego Armando Maradona ha muerto, es que podrá volver a ser el muchacho que muy temprano creció y ya no pudo ser el hijo de Chitoro y Tota, el Pelusa. Ahora que se encuentra con ellos en el cielo, la pena se hace más breve porque si hay un solo lugar donde Maradona podía estar mejor, tras estos 60 años de muertes y resurrecciones, era con ellos. Para los que soñábamos que él nos defendía, esa es la noticia. Maradona ya descansa en paz con sus viejos. Estos son apenas unos recuerdos.
Maradona, Chumpitaz y el yeso
No existe un futbolista de la década del 70 que aún no lo llame Capitán. Tampoco de los 80 o de los 90. Es un reconocimiento vitalicio. Una tarde, cuando todavía tenía vínculo con la ‘U’, Chemo del Solar me contó que la presencia de Chumpi en el club -su idea- era básicamente que los jugadores sepan lo que puede inspirar un solo hombre, sin hablar y menos gritar. Ver a un héroe de sus viejos. “Respeto por la camiseta”, dijo. Eso también pensaba Diego Maradona y sobre ello azuzó Mario Fernández, periodista de El Comercio, quién lo apuró: “Chumpi está hospitalizado. ¿Te llevo para lo que lo conozcas?”. Eran finales del 81, tiempos en que los reporteros se hacían más que selfies: entraban a los vestuarios, hablaban con esos héroes, sabían quién había sudado en serio y quién no. El 21 de diciembre de 1981, con Maradona en Lima por un amistoso de Boca, la habitación de Chumpitaz recibió la sorpresiva visita de quien ya era considerado el sucesor de Pelé. “Claro que me acuerdo”, dice El Capitán de América en su casa en Lima, a quince minutos del mar. Y mientras piensa, abre una vitrina en una sala contigua a la puerta donde guarda cientos de camisetas, su museo personal. Saca el yeso que protegió por meses el tendón de Aquiles de su pierna izquierda. Ahí está la firma de Maradona, intacta. Un molde de yeso que hace tiempo debería estar en un laboratorio de la NASA, a ver si se puede clonar. Hay un silencio de misa aquí, en esta pieza que María Esther, su esposa, cuida como si cada chompa fuera un recién nacido.
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Maradona y el coleccionista
Unos eligen a Superman, otros quieren ser Maradona. Diego Aka Alakawa es peruano, tripulante de cabina, y a los 38 años se da el lujo de abrir los ojos y ver a su ídolo en la cabecera de la cama. Los futbolistas son sus apodos, sus banderas y sus camisetas: así los idealizamos, así alcanzaron prestigio; vestidos así los quisimos. En una caja de cristal y madera de cuatro metros de largo y casi uno de alto, empotrada en la cabecera de su cama king de feliz casado, Aka Alakawa ha ordenado una por una las cinco camisetas más gloriosas que ha conseguido en estos primeros diez años de coleccionista. Podrían estar aseguradas en un banco. Deberían. Si duerme para el lado derecho, Aka Alakawa levanta la mirada y se encuentra con la camiseta adidas del Jet Muñante, el día en que Teófilo Cubillas bajó de los cielos para hacerle dos goles a Escocia, en el Mundial Argentina 78. Si duerme al centro, su maradoniano pasado lo instala de nuevo en el día en que su primo, Gabriel Toguchi, abrió el clóset de la casa de los Menotti en el centro de Buenos Aires y escuchó la voz de Alejandro, el hijo del Flaco, casi ordenándole: “Llevate la que quieras, amigo”. Y eligió una azulgrana que Maradona había usado en el Camp Nou en 1983. “Me han ofrecido miles de dólares. No tiene precio”, me dice él de nuevo, por WhatsApp, mientras en la TV del cable vemos el mismo programa, el mismo título de tres palabras y a los mismos seis conductores de ESPN negándose a decir: Murió Diego Maradona. Aka Alakawa está triste. Espera a la noche nada más. “Eso es un poco dormir con Dios”, dice.
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Maradona, Gareca y Perú
En la selección Argentina, Pelusa y el Tigre eran amigos. Se habían comido todo ese largo proceso de Eliminatorias rumbo al Mundial del 86, cuando la crítica golpeaba al equipo de Bilardo y añoraba la propuesta de Menotti. En ese grupo, Maradona era el 10 y Ricardo Gareca el 9. “Nos puteaban todos que daba calambre”, dice Diego en México 86: Mi Mundial, Mi Verdad (Sudamericana, 2016), su segundo libro autobiográfico. Fue ese vestuario donde se forjó el Maradona campeón del mundo, el mito. Y fue Gareca, hoy técnico de Perú, quien marcó el gol definitivo -el 2-2 en cancha de River- que lo clasificó a la Copa del 86. La historia se sabe: el Tigre no fue al Mundial y a Maradona le dolió. Esto dice en su libro: “En una charla, cuando todavía me hablaba con él, se lo dije a Bilardo: tendría que haber llevado a Gareca al Mundial de México como yo llevé a Palermo a Sudáfrica. ¿Sabés qué pasa? Gareca se lo merecía por todo lo que había dado a Bilardo cuando todavía no estaba yo. Uno de los que sostuvo a Bilardo fue Gareca, vamos a decir la verdad. Hablo individualmente. Había buenos jugadores, pero el definidor era el Flaco (...). Pero es el día de hoy que recuerdo perfectamente lo que le dije a Gareca entonces: Flaco, así vamos a terminar la final del Mundial nosotros. Sufriéndola, pero ganándola”.
Maradona y Julio Meléndez, el mejor 2 del mundo
Jugaba con la 2 de Boca, y fue el primer peruano -el único- al que una hinchada del fútbol argentino le inventó un cantito. Y como su familia era de Boca, Don Chitoro y Doña Tota conocían de su elegancia. Le hablaban de él: Julio Meléndez Calderón. En 2006, Maradona llegó a Lima para jugar un partido de exhibición en el Estadio Nacional y el único que pudo pasar hasta su habitación en el Hotel Sheraton de Lima fue Meléndez. El peruano y su ballet. El video viral muestra a Diego abrazado del peruano, feliz de recibir una camiseta del Sport Boys, probándosela y luego, apuntando a una cámara sin HD: “Quieran mucho a Meléndez. Fue el mejor 2 del mundo”. Debería ser, si no bandera, polo de obligatorio uso en Educación Física. //
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