La convocatoria fue hecha a la antigua, por boca a boca o con volantes fotocopiados cuyo contenido se sentía que quemaba en el bolsillo del pantalón. El 5 de junio de 1997, a la una de la tarde, grupos de estudiantes de universidades públicas y privadas del Perú (San Marcos, PUCP, de Lima, Agraria, UNI, del Pacífico, la Cantuta, Villareal, UPC y UNIFÉ) dejaron sus aulas, bibliotecas y cafeterías para iniciar una concentración pacífica en las puertas de sus campus. Algunos llevaban polos blancos y pancartas que no eran más que hojas de cuaderno escritas con lapicero. Pocos tenían idea de cómo se hacía una protesta, porque no habían estado en ninguna, pero querían aprender y emprendieron la marcha al Centro de Lima. Acaso muchos lo pisaron por primera vez.
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La movilización de estudiantes de 1997 fue uno de los fenómenos que más intrigó a la prensa y a sociólogos en el régimen autoritario de Alberto Fujimori (1990-2001). Los diarios y programas dominicales se llenaron con notas al respecto. El Comercio la calificó al día siguiente como “la marcha más grande de los años 90″, y acompañó la nota con una impresionante foto panorámica del Jirón Lampa, lleno de rostros jóvenes. La República lo llamó: “El despertar de los universitarios”, mientras que Expreso fue todavía más enfático: “La resurrección de la protesta estudiantil”. Días después, en un artículo amplio, La República afirmaba: “La nueva oposición: bienvenidos. Por fin se desengañaron”.
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Lo de desengaño tenía un motivo. La juventud de los noventas fue estigmatizada desde inicios de esa década como La Generación X, los hijos del derrumbe de las ideologías y la crisis de representación que fue pretexto para el golpe de estado en 1992. Con la derecha abusando del poder, comandos paramilitares que mataban estudiantes, la izquierda reducida a su mínima expresión y el MRTA secuestrando embajadas, era entendible que muchos jóvenes no se identificaran con ninguna opción política y optaran por la apatía. Lo individual sobre lo colectivo y la indiferencia como una extraña virtud, lo que, visto a la distancia, era un triunfazo del régimen. Pero todo tiene su límite y 1997 fue el año que el vaso rebalsó.
En los primeros meses de ese año el gobierno fue golpeado por varias denuncias que sacudieron a la opinión pública: el horrendo asesinato de la agente Mariella Barreto, la revelación de los ingresos millonarios del asesor presidencial Vladimiro Montesinos y el posterior retiro de nacionalidad al dueño del canal de televisión que propaló estos reportajes. El Congreso, de mayoría fujimorista, se negaba a investigar pese a los pedidos de la oposición. Toda esa indignación llegó a su pico con la destitución de tres magistrados del Tribunal Constitucional que declararon inviable una posible nueva reelección de Fujimori. Eso fue lo que sacó a los estudiantes a las calles.
El malestar empezó en las aulas de Derecho y de ahí se extendió hacia facultades de Letras, de Humanidades y Arte. La marcha se coordinó en cosa de días y no sin temor. Cinco años antes, el grupo paramilitar Colina había ingresado a la Universidad Enrique Guzmán y Valle, secuestrado y asesinado a nueve estudiantes y un profesor de esa casa. Los responsables de esas atrocidades estaban sueltos por una ley de amnistía dada de 1995. Un miedo silencioso se había apoderado desde entonces en los campus, algunos intervenidos por el ejército. De ahí la emoción cuando se empezaron a corear los lemas de “¡el miedo se acabó!” mientras se avanzaba por las avenidas Wilson, por el Paseo de los Héroes, rumbo al Congreso.
Los estudiantes no fueron los únicos movilizados en esa fecha. La CGTP, el SUTEP, los desempleados del país, todos tenían su propia marcha ese día, pero los jóvenes trataron de mantenerse separados de la clase política y de las consignas partidarias. Los partidos de todos los colores estaban desprestigiados (con o sin razón), los medios no daban claras señas de independencia o estaban amenazados (cuando no comprados) y la sensación general era que no había a quién recurrir y que los jóvenes bailaban con su propio pañuelo. La única moneda que compartían era su juventud y su indignación.
La gente estaba enojada y sus slogans eran mordaces. Quizá no había pancartas ingeniosas o coloridas como las de la marcha de la Generación del Bicentenario, pero los lemas cantados reflejaban el animo jovial de los universitarios. “Servando y Florentino, mejor que Montesinos”, “Keiko, escucha, tu viejo es un rech*** o “Kenji, maldito, no v*** al perrito” fueron frases que se gritaron a todo pulmón por Wilson, Colmena, Lampa y Abancay. Al final, tras breves episodios de violencia en algunos puntos, la marcha terminó con tranquilidad al caer la noche. La sensación generalizada fue que se había logrado algo especial.
El oficialismo de inmediato empezó a “terruquear” a los jóvenes. Volver a marchar era una obligación, esta vez bajo el lema “Somos estudiantes, no somos terroristas”. Algunos jóvenes de universidades privadas como la Católica o la de Lima se pintaron las manos de blanco, una opción que no era compartida por todos. Para el primer aniversario de la gran marcha, el 4 de junio de 1998, casi se llegó a tomar la Plaza de Armas. Antes hubo un enfrentamiento entre la policía y estudiantes en el pasaje Olaya, a 100 metros de Palacio de Gobierno, que acabó con varios chicos con chinchones, cejas rotas y ojos morados. Aquel fue el final de la era de las marchas de estudiantiles durante mucho tiempo, cuando traerse abajo a gobiernos cuestionados significaba una lucha de años y no cuestión de solo unos cuantos días, como nos ha demostrado ahora, con singular eficacia, la Generación del Bicentenario. //
CITAS Y REFERENCIAS
1. Juventud universitaria y violencia política en el Perú 1992 - 2000, de Pablo Sandoval.
2. Los Jóvenes a la obra: juventud y participación política, de Jorge Chavez Granadino, 1999.
3. Destituidos los tres magistrados contrarios a que se reelija Fujimori, El País, 1997.
4. El caso Ivcher derrumba la imagen de Fujimori, La Nación, 1997.
4. Recortes periodísticos del Archivo Histórico de El Comercio.