El presidente Pedro Castillo va a cumplir un mes sin quitarse el sombrero en público. Su popularidad es históricamente baja, ya perdió un ministro, y su gobierno oscila entre la incompetencia silvestre y un comunismo anacrónico. Además no habla. El sombrero es lo más firme de su gestión.
A ese sombrero presidencial se le ha atribuido simbolismo social, racial e identitario, en este caso de la dignidad y tesón propias del campesino peruano. Todo eso es cierto. La prenda chotana tiene un uso ritual y real, que la hace poseedora de un valor propio. Pero un sombrero no gobierna por sí solo.
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Por razones difusas y prejuiciosas cuestionar la necesidad del uso perenne del sombrero corre el riesgo de interpretarse como indicio de racismo y discriminación, además de fujimontesinismo de facto. Lo prudente sería no decir nada del sombrero y concentrarse en su gestión, apenas esta exista.
Igual llama la atención la oportunidad del uso de este adorno craneal: la campaña electoral. Hasta antes de entrar en ella el señor Castillo ejercía su carrera política y sindical sin sombrero alguno, omisión que no lo hacía ni más ni menos ciudadano. Pero si, en lo que a su imagen se refiere, se configuran dos personajes diferentes según lleve el sombrero o no.
Llevar el sombrero es inscribirse en un mito. Su uso como artefacto político fue una gran idea de marketing, comparable a los legendarios casos de “Yompián, donde ganan los que van” o “la bebida de sabor nacional”.
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Cuando un sombrero se usa principalmente bajo techo, como suele ser en el caso de nuestro primer mandatario, se omite por completo su función de protección climática. Dentro de Palacio de Gobierno no llueve ni truena ni arrecia el sol. Solo hay que tolerar como Bellido “le baja el nivel a la huevada y la gente se asusta”, que es como el congresista Bermejo describe el estado de la situación gubernamental.
Entonces, ajeno a las vicisitudes del clima, la razón de ser del sombrero permanente reposa en su representación jerárquica y cultural. Es grande, amplio, fálico, intimida a los que lo rural les inquieta y lo cholo les alerta. Y representa a un país históricamente olvidado. Pero su atributo se va desgastando por un uso y abuso signado por la impericia política y el secretismo.
El neurólogo Oliver Sacks en su obra ¨El hombre que confundió a su mujer con un sombrero¨, refiere el caso de un paciente suyo que sufría de agnosia visual: no podría reconocer visualmente lo que lo rodeaba. Saludaba parquímetros como si fueran personas. O, como el título del libro lo indica, una vez quiso ponerse a su esposa en la cabeza. Pensaba que era su sombrero.
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El presidente Castillo parece que tampoco esta reconociendo lo que sucede alrededor suyo. Adolece de agnosia política. Frente a el tiene una pared y cree que hay un túnel. Escucha a Guido Bellido y cree que escucha a un primer ministro. Está aferrado a una colisión frontal que no le conviene ni al país, ni al gobierno, ni a su sombrero.
A última hora de la noche, ya en pijama pero aún con sombrero, es posible imaginarlo en el instante previo a destocarse de la prenda de paja que simboliza su promesa electoral de reivindicación y cambio. Antes de cerrar los ojos ve el sombrero a solas, majestuoso aún después de ser liberado de su carga presidencial, y debe pensar algo que no compartirá con nadie. Ni con Cerrón.
El riesgo de la desilusión en quienes creyeron en él es grande, pesado y real. Como su sombrero. //