Imagino que Pelé levitaba: solo así explico su facilidad para sortear rivales sin que nadie pueda derribarlo. Y solo explico así su salto para el primer gol de la final contra Italia en México 70, el Mundial que lo eternizó. Las cámaras no han descubierto aún si era eso, tenía resortes por toperoles, o iba en patines.
Lo que sí se nota hoy, en las primeras imágenes del recién estrenado documental en Netflix que lleva su nombre, es su cansancio. Es hermosa la foto de un rey sentado en su trono, es imponente, hasta que se va el fotógrafo. En Pelé, el documental, hay un doloroso arranque que muestra a ese astro brasileño que bailaba, llegando apenas a la silla donde testimonia y recuerda. Lo hace ayudado por un andador. Así son los 80 años del hombre que volaba. Un poco por las patadas -lo molieron los checoslovacos en Chile 62, lo patearon los ingleses en el 66-, otro poco por la edad y un poco más por una operación de cadera en 2012 que terminó mal, según contó, víctima de un “error médico durante”.
Al cuerpo mejor fabricado del siglo XX debía cuidarlo un artesano, no un carnicero.
Pasan los primeros cinco minutos tristes y, magia, empieza la samba.
También algunos olvidos. Ezequiel Fernández Moores empieza así su columna en La Nación sobre el ocumental de Pelé: “Diego Maradona, digámoslo de entrada, no aparece en ningún momento (ni siquiera podían hacerse preguntas sobre el 10 en entrevistas de promoción con la prensa)”.
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Perú, Pepe y otra vez Perú
Una hora y 48 minutos. Apta para mayores de 13 años. Codirigido por David Tryhorn y Ben Nicholas, un solo capítulo demasiado ambicioso para resumir los 12 años en los que la leyenda brasileña fue campeón del mundo tres veces y marcó un hito: Suecia 58, Chile 62 y México 70. El documental rompe la barrera del tiempo y empieza por Três Corações, el pueblo de Minas Gerais donde aprendió al fútbol pateando mangos con Dondinho, su padre futbolista. Y golpea los recuerdos rápido en cualquier peruano -por encima de los 40- cuando la primera referencia que aparece es José Macía, Pepe, ídolo del Santos, el compañero que lo recibió en su club de toda la vida y en la selección Brasil.
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Ya no tiene ese look de James Dean ni la espalda de nadador olímpico, pero Pepe conserva la virtud de la memoria: fue testigo de los primeros días del adolescente Edson en el Santos, el club donde lo ganaron todo juntos. Pepe jugó únicamente en el Santos Futebol Clube, de 1954 a 1969 y de no ser porque Pelé “era delantero y era de Saturno”, sería O mais grande. En tándem con el astro, Jose Macia ganó 11 campeonatos paulistas, 6 Campeonatos Brasileños, 2 Copas Libertadores en 1962 y 1963, incluyendo 2 Copas Intercontinentales, ante Benfica y AC Milan.
Aquí lo recordamos porque sus laureles de futbolista no pudieron repetirse como entrenador de la selección peruana. Un informe del periodista Jasson Curi para DT El Comercio -que se puede leer completo aquí- arroja una data de espanto: En 16 partidos en el banco peruano, apenas y pudo ganar dos veces (2-1 a Venezuela, 2-1 a Ecuador) en cotejos amistosos. En el grupo 1 de las Eliminatorias, proceso en el que se cifraban sus últimas esperanzas, la tabla es un KO: jugó 4 partidos, perdió los 4, solo hizo 2 goles y le anotaron 8. último en el grupo compartido con Uruguay y Bolivia. Penúltimo en la general, gracias a Venezuela.
¿Atenuantes? Un par de ex seleccionados de aquel grupo coinciden en que era un entrenador distante para el trabajo, aunque divertido en la anécdota. Se encontró, además, con un vestuario en transformación: se acabó la era Cueto, Quiroga y Velásquez, aparecían Valencia, Purizaga o Chemo del Solar.
El libro de José Carlos Yrigoyen (Con todo, contra todos. Debate, 2018) tiene más luces y es de necesaria revisión para entender este proceso.
Cuando se fue, nadie se dio cuenta.
Los cameos a Héctor Chumpitaz (4), Luis Rubiños (1) y Nicolás Fuentes (5), de aquel repetido Perú 2 Brasil 4 del Mundial de México 70 son solo la prueba de que la camiseta de la selección, esa franja grande sobre el pecho blanco, y un botón invisible de perla, es la más linda del planeta.
Y de que esa camiseta, la de Chumpi, que con tanto cariño conserva la familia del brasileño Carlos Alberto, vale oro.