Hace una semana, al comentar en esta página Roma, la película que Alfonso Cuarón dedicó a Liboria Rodríguez, ‘Libo’, su niñera, me pregunté por Rosa, la mujer que en mi memoria sigue siendo la chica veinteañera que mis padres contrataron para cuidarme y criarme en la época en que ellos, además de trabajar, cumplían una recargada agenda social de almuerzos, cenas y recepciones.
Durante mis primeros cinco años de vida Rosa fue mucho más que una ‘nana’. Hacía las veces de mamá cuando a mi madre no le alcanzaban las manos. Existen varias fotos de esos años. Con Rosa en Navidad, con Rosa en un paseo a Chaclacayo, con Rosa en el club, con Rosa en un viaje a México, con Rosa en la fachada del edificio donde vivimos en París. El último recuerdo que conservo de ella es del día en que se marchó. Ya habíamos vuelto a vivir a Lima. Nunca me quedó claro si se fue por voluntad propia o si la echaron. Sé que hubo un desencadenante: mientras ella me daba de comer, me atraganté con una espina de pescado. Mi madre apareció en la cocina dando gritos. Hubo reproches, llantos, algún portazo. Al cabo de unas horas, o quizá fueron días, Rosa hizo sus maletas y se despidió en medio de una tristeza de la que no tengo certidumbre pero sí intuición. No volví a verla.
El último lunes recibí el mensaje de una habitual lectora de esta página quien, para mi descomunal sorpresa, es vecina de Rosa en Miami y la ve una vez por semana porque, esto ya parece broma, ¡ella cuida a uno de sus hijos! Le pedí de inmediato el número de Rosa para contactarla por WhatsApp. Minutos después, en vez de escribirle, directamente la llamé. “¿Sí?”, contestó con timidez. Su voz, aunque cambiada, era un viejo sonido familiar que regresaba de golpe.
Lo que siguió fue un bello ejercicio de nostalgia llevado a cabo por un hombre de 42 años y una mujer de 64 que, sabiendo que no son los de antes, que hace mucho dejaron de serlo, continúan tratándose igual. La naturalidad fue tanta que parecía que el incidente de la espina de pescado hubiera sucedido anteayer. Le pedí entonces que me contara su historia, que me dejara conocerla un poco más de lo que nunca la había conocido. Rosa García tenía 24 cuando dejó mi casa, tampoco recuerda bien los motivos de su salida (“después me fui a Huancayo a ayudar a mi hermana”). Había nacido y crecido en Cañete, y migró a Lima para estudiar. “Quería seguir secretariado ejecutivo, lo malo es que había que aprender inglés y no me gustaba… quién iba a decirme que acabaría viviendo en Estados Unidos”, se ríe ahora Rosa, quien hace 16 años salió premiada en una lotería de visas y se fue a radicar a Miami con su único hijo.
Desechada la idea del secretariado, Rosa se inscribió en una de las agencias de empleo típicas de la Lima de los ochenta. “Un día llegó tu mamá, me preguntó si podía empezar esa misma tarde, le dije que sí y me subí a su carro. Tú tenías menos de un año”. Rosa se acuerda de todo. De nuestro primer departamento, en la calle Aljovín; de Ramona, la señora que iba a cocinar; de Jorge, el chofer; incluso del médico que me nebulizaba para curarme el asma, el doctor Criado. También se acuerda de mi padre, “el general”. Dice que algunas madrugadas yo iba a buscarla para dormir con ella (“yo reconocía tu forma de tocar la puerta”), y que una mañana mi padre me jaló de las orejas frente a ella diciendo: “¡Tan chiquito este maricón y ya se acuesta con mujeres!”.
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Rosa asegura que un año después de irse a Huancayo volvió para visitarnos y que yo, con seis años cumplidos, no tuve mejor idea que bajarme los pantalones para mostrarle los resultados de mi reciente y exitosa circuncisión. “Fuiste como mi primer hijo”, me dijo el lunes antes de colgar, con la voz quebrada por la felicidad o la pena. Gracias por reaparecer, querida Rosa; por ponerle mi nombre a tu único hijo y por devolverme con tus recuerdos tan nítidos pasajes perdidos de esa otra vida que fue mi infancia. //