Protegida por dos brazos glaciales, la bahía frente a nosotros reluce en azul ultramarino, sus aguas salpicadas de nenúfares de hielo y pedacitos de témpanos flotantes.
Un risco vertical se yergue sombrío sobre nosotros, flanqueado por cuestas de nieve de blanco tan puro como los brillantes pechos de los pequeños pingüinos Adelaida, cuyas caras anteojudas observan con curiosidad su entorno, mientras se desplazan a poca distancia, meciéndose y deslizándose, durante sus quehaceres.
Este es el Risco Brown en la Península Antártica y, envuelto en capa tras capa de vellón, recubierto en tela impermeable de color rojo vivo, estoy perfectamente consciente de que este no es mi propio hábitat.
Lo que genera la pregunta: ¿Debería estar aquí? Al poner pie en este continente extraordinario, ¿no estaré perturbando el prístino entorno y contaminando el último territorio virgen del mundo?
Todos los visitantes dejan su huella, reconoce el guía turístico Boris Wise, de las expediciones One Ocean, y todos tenemos la tendencia de visitar los mismos lugares; la costa accesible, que es donde los pingüinos y las focas van a dar cría.
Sin embargo, arguye, el turismo cuidadosamente controlado no es solamente aceptable sino útil.
Sin una población nativa propia, Antártica necesita gente que abogue en su favor y el turismo crea una agrupación global de personas listas a apoyar y, de ser necesario, financiar su conservación.
No todos están convencidos de que los beneficios superen los riesgos pero muchos adoptan un pragmatismo.
“Es mejor tener un cierto nivel de turismo responsable en lugar de uno que pase desapercibido”, dice Jane Rumble, directora de Regiones Polares de la Cancillería Británica.
Esta temporada, se esperan 37.000 turistas en Antártica, aunque 10.000 de ellos no irán a tierra.
Alrededor de la mitad de los barcos turísticos, como el nuestro, tienen banderas de países del Tratado Antártico, lo que los somete legalmente a los estándares ambientales del tratado.
La otra mitad operan preocupantemente por fuera de estos reglamentos pero muchos son parte de la Organización Marítima Internacional que ahora está introduciendo un código polar más estricto y, actualmente, todas las compañías que regularmente llevan turistas son miembros de la Asociación Internacional de Operadores Turísticos de Antártica (IAATO, por sus siglas en inglés) que opera de cerca con el Sistema del Tratado Antártico.
A medida que nuestra embarcación cruza la latitud sur de 60 grados hacia Antártica, recibimos instrucciones obligatorias antes de reunirnos en el vestíbulo del barco para una “fiesta aspiradora”.
Con un amplificador marcando el ritmo de canciones de conjuntos con nombres muy apropiados, como Pasajero y Las Semillas Negras, nos hacemos una limpieza de “bioseguridad”, aspirando nuestros trajes y equipos y desinfectando nuestras botas para estar seguros de no introducir ninguna especie ajena a Antártica.
Me pregunto si esto sirve de algo. Aparentemente sí. Especies no autóctonas han sido introducidas por accidente a la región pero no, hasta donde se sabe, por turistas.
De hecho, los estudios sugieren que los programas científicos tienen mucho más impacto ambiental que el turismo.
Los científicos, naturalmente, sostienen que ellos también contribuyen más, incluyendo el aumento del entendimiento de cómo los cambios de Antártica tienen vínculos cruciales con el medio ambiente global.
NO DEJAR NI TRAER NADA
Nuestro barco nunca atraca. Soltamos el ancla y llegamos a la orilla en una lancha “biosegura”.
No se permite comer ni fumar en tierra y nos advierten de no llevarnos nada, excepto fotografías, y no dejar nada, ni siquiera un poco de nieve amarilla (orina).
“Así que no beban mucho líquido durante el desayuno”, dice Boris sonriente.
Nos piden no acercarnos a menos de cinco metros de la vida silvestre.
Pero nadie le ha dicho eso a los pingüinos y, aunque nunca hay contacto físico, tenemos divertidos encuentros, especialmente con los confiados pequeños pingüinos Juanito de pico rojo.
A un pasajero se le permite acercarse hasta donde quiera. Es Phil Mcdowell, un biólogo marino y contador de pingüinos de la organización investigativa independiente Oceanites, que aprovechó el viaje de nuestro barco para monitorear las colonias de pingüinos que visitamos.
Ha habido varios estudios que comparan colonias visitadas con regularidad con aquellas que casi no tienen contacto con humanos.
Los resultados se destacan por ser poco concluyentes, mostrando colonias muy visitadas en peor, igual y hasta mejor situación.
Los Juanitos están boyantes, me dice McDowell, aumentando su número y alcance.
Los pingüinos Adelaida, y los pequeños pingüinos barbijo, sin embargo, están en declive.
CAMBIO CLIMÁTICO
La Península Antártica se ha calentado 3 grados centígrados en promedio en los últimos 60 años, y los vientos han cambiado, alterando el patrón del hielo marítimo.
El calentamiento global el que está cambiando las fortunas de los pingüinos, sugiere McDowell, no el turismo.
Hay preocupaciones a futuro, sin embargo. Se espera un crecimiento en los números de turistas y la afiliación a la IAATO es voluntaria.
Los barcos turísticos está empezando a ofrecer actividades como navegación en kayaks, montañismo y buceo que potencialmente pueden ser más invasivas que simplemente mirar.
No está claro cuál es el impacto y ciertamente se necesita más monitoreo.
De vuelta en Londres, mientras me entretengo con mis fotos de etéreos panoramas helados y pingüinos increíblemente cómicos, me pregunto otra vez si debería sentir remordimiento de haber estado en Antártica.
“No”, afirma la experta polar Jane Rumble, “simplemente haz lo que puedas para preservarla”.