Lucía de Althaus
Mariel es una niña de 9 años tranquila, respetuosa y amable. A los adultos les encanta estar con ella porque les conversa, no los interrumpe y no es inquieta como otras niñas. A pesar de ello, presenta problemas de socialización en el colegio: no logra pertenecer a ningún grupo de niñas, quienes la ignoran y le quitan su sitio en el almuerzo. Mariel no es asertiva y con frecuencia dice sentirse atemorizada.
Julián, de 3 años, es un niño precoz, con una personalidad fuerte y decidida. Su lenguaje es sobresaliente, organiza sus ideas y su razonamiento como un niño de 6 años. Nunca hace pataletas y se adapta a situaciones nuevas. Sin embargo, presenta desde hace varios meses una conducta masturbatoria que ha ido en incremento y que ya empezó a incomodar a sus padres y profesores.
¿Qué tienen en común estos dos niños, que a primera vista, parecen ser ejemplares? ¿Por qué presentan dificultades si a simple vista parecen estables y tranquilos?
No existen los niños modelo
Cuando vemos niños tan precoces y perfectos, habría que preguntarse si estamos frente a lo que los psicólogos llamamos niños sobreadaptados. Son aquellos que se adaptan con facilidad a todo y no dan problemas. Son niños ‘perfectos’ para los adultos: dóciles y tranquilos. Pero sobre todo, son niños complacientes que por alguna razón captan muy bien los deseos de los demás y, olvidándose de los suyos, actúan como los otros quieren, o como ellos creen que los otros quieren. Niños que desean ganarse la aprobación de sus padres o cuidadores, que huyen de los conflictos y por eso no generan ninguno. Estos pequeños que parecen fáciles de criar podrían estar escondiendo sus emociones, sus frustraciones, su rabia y hasta su dolor, enajenándose y construyendo una identidad que se basa más en los requerimientos adultos que en los propios.
¿Por qué esta forma de ser es peligrosa? Porque todos los niños necesitan el descontrol y expresar toda la gama de emociones que trae consigo el ser humano. Necesitan no solo sentir frustraciones, sino también mostrarlas. Esta expresión durante los primeros años no puede ser verbal y conspicua, sino explosiva y descontrolada, en forma de pataletas, gritos y llantos desmesurados. Es una expresión que los autoafirma y les permite ser niños cuando les corresponde. Cuando esta desmesura –que es intermitente– no existe, no es porque no sienten nada, sino porque reprimen sus emociones y se sobreadaptan a todo.
El camino de las emociones
¿Y a dónde van estas emociones no expresadas? Pues se acumulan y en algún momento se muestran como síntomas psíquicos o corporales. Mariel, entonces, es una niña que por estar siempre tan atenta a los requerimientos del resto, no ha prestado atención a sí misma, postergando sus deseos e intereses por lo cual no se conoce lo suficiente. No sabe autoafirmarse, ni tiene la fuerza para decir «quiero esto». No se permite sentir ni expresar rabia, pena o frustración. Por ello, reacciona con miedo y pasividad frente a un grupo de compañeras que se siente más fuerte y proactivo. Julián, por su parte, debido a una cultura intelectual familiar y a un desarrollo precoz del lenguaje, capta que en su entorno esperan que sea un niño bien portado, pensante y ecuánime, pues ese comportamiento le genera halagos y premios. Pero el cúmulo de emociones no reconocidas y no expresadas –y esperadas para un niño de esa edad– ha salido en forma de un síntoma: una masturbación casi obsesiva, por donde canaliza sus ansiedades y se siente liberado.
Esto no significa que todos los niños tranquilos y buenos van a desarrollar problemas. Se trata de estar atentos a que se expresen o a que nos incomoden de vez en cuando. El niño sobreadaptado crece con una gran carga, que en la adolescencia puede explotar en una rebeldía desproporcionada, por no haber tenido la oportunidad de exteriorizar sus emociones cuando correspondía.