Esta semana, el presidente ruso Vladimir Putin ordenó una operación militar en el este de Ucrania. En esta oportunidad, los internacionalistas Francisco Belaunde y Carlos Novoa analizan esta invasión y sus implicancias para el mundo. (Ilustración: Giovanni Tazza)
Esta semana, el presidente ruso Vladimir Putin ordenó una operación militar en el este de Ucrania. En esta oportunidad, los internacionalistas Francisco Belaunde y Carlos Novoa analizan esta invasión y sus implicancias para el mundo. (Ilustración: Giovanni Tazza)
Francisco Belaunde

estuvo rumiando su enorme frustración por la disolución de la Unión Soviética y su cólera por el acercamiento de la OTAN hacia las fronteras rusas durante las últimas tres décadas.

Hoy debe tener, seguramente, una especie de sentimiento de liberación al ordenar la invasión de , desafiando abiertamente a Occidente. Toda su amargura como nacionalista que se sintió humillado durante años y, que, probablemente, ni siquiera el fortalecimiento de su país en la escena internacional hizo que disminuyera, se expresó en la curiosa sesión de su Consejo de Seguridad del lunes, y en el posterior anuncio del ataque militar.

Es decir, Putin se está vengando de los occidentales, sin duda, pero también de la historia.

Obviamente, su nacionalismo es imperial y, para él, Ucrania nunca debió de ser independiente. Esta visión, además, se combina con su miedo a que el sistema democrático prospere en sus fronteras y su influencia pueda generar problemas para su régimen autoritario. Ese temor lo ha expresado en diversas ocasiones a través de sus diatribas contra las “revoluciones de colores” en las antiguas repúblicas soviéticas, como la Revolución Naranja, en Ucrania, precisamente, en el 2004.

Es muy posible que, dada la disparidad entre las fuerzas de Kiev y las de Moscú, Putin salga vencedor en su aventura guerrera. La pregunta es a qué costo. La resistencia ucraniana podría llevar a que los enfrentamientos se prolonguen y que las bajas rusas aumenten cada vez más, generando descontento, para empezar, entre las familias de los soldados. Por otro lado, las sanciones económicas dictadas por los países occidentales, aunque no tengan necesariamente todo el efecto que algunos esperan, de todos modos generarán dificultades y podrían ser una fuente de descontento para la población rusa.

Además, se plantea el tema de la relación futura con los ucranianos. Entre parte de la significativa minoría prorrusa, habrá sin duda quienes puedan estar satisfechos, pero está claro que el resto, más pro-occidentales que nunca, no. Putin ganará territorio para su país, pero habrá perdido a la mayoría de la población.

Finalmente, no queda muy claro cuánto bien le hace a la imagen y a la postura internacional de la ofensiva militar. Putin piensa que, después de un tiempo, los occidentales se acomodarán, más aún teniendo en cuenta la dependencia energética importante de varios de ellos respecto de su país. Puede tener algo de razón, pero esa es una apuesta muy arriesgada. Lo más probable es que Rusia seguirá siendo un país marginado en buena medida, en especial, en Europa. Ello llevará a aumentar su dependencia respecto de China.

En otras palabras, cabe preguntarse si Putin ha sopesado bien todas las aristas de su aventura bélica y si es que su obsesión nacionalista y su poder ejercido en solitario no le han hecho perder la perspectiva o, simplemente, el sentido común.