(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) indica que la palabra ‘juez’ proviene del latín ‘iudex’ y significa, principalmente, “persona que tiene autoridad y potestad para sentenciar”. Se trata, entonces, de alguien con mucho poder que puede decidir sobre el destino de las personas, que puede condenar de por vida (al menos en el papel) o solicitar que paguemos una alta suma de dinero. Lo que significa que está facultado para cambiar el rumbo de aquellos que participan en un proceso. Puede ordenar nuestra libertad o definir nuestro encierro.

La función principal de un juez es impartir justicia. Por lo tanto, debe ser probo, justo e imparcial. Una persona proba no es otra cosa que una persona honrada. Y la honradez, siguiendo al DRAE, quiere decir “rectitud de ánimo, integridad en el obrar”.

En principio, entonces, el juez es una autoridad proba, con mucho poder y cuya labor principal es impartir justicia.

Si imparte justicia, claro está, no puede ser arbitrario, no puede hacer lo que le venga en gana, sino que debe ceñirse a la ley, a la moral y al buen sentido común. Un juez no puede negociar una sentencia de un violador de una menor de edad –menos aun hacerlo con una desfachatez increíble– como si no pasara nada, ignorando la dignidad de la persona violada y todo el sufrimiento que le causaron. Al mostrarse insensible al sufrimiento y al dolor humano, el juez rompe todos los cánones que le dan significado y sentido a su función: impartir justicia.

¿Y qué hay de ‘magistrado’? El mismo diccionario señala que proviene del latín ‘magistratus’, “miembro de la carrera judicial con categoría superior a la del juez”.

Por eso se habla de los ‘magistrados’ del Tribunal Constitucional o de los ‘magistrados’ del . A estos últimos, además, se les conoce también como ‘consejeros’; es decir, personas que están llamadas a aconsejar y cuyos consejos, se entiende, deben ser buenos y saludables, no solo a nivel técnico o profesional, sino también en cuanto a la moral.

Por mandato de la Constitución, los consejeros del CNM son un cuerpo colegiado con una función de altísima responsabilidad: la de nombrar, ratificar y destituir a otros magistrados y a otras autoridades –como ha sucedido con el jefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales–. Como en el caso del , aquí también algunos de sus integrantes han violado las normas éticas, legales, administrativas y funcionales al negociar colocaciones y favores de otras autoridades, como jueces y fiscales. En ambos casos, se han tirado por la borda el valor y el significado de la administración de justicia y, en consecuencia, no merecen continuar en sus cargos; máxime si, como informa la fiscalía de crimen organizado, construyeron toda una red mafiosa en la Corte del Callao distribuida en tres niveles: “una conformada por abogados litigantes y empresarios. Otra por funcionarios de la Corte del Callao y otra por miembros del Consejo Nacional de la Magistratura” (El Comercio, 16/7/2018).

Aquí se concentra todo. Es el sistema de corrupción enquistado en diversos sectores del Poder Judicial que, al ser revelado, nos demuestra todo lo contrario de lo que deben ser un juez, un magistrado, una autoridad, un funcionario judicial, un buen abogado e, inclusive, un buen empresario. Y descubre a los jueces y magistrados injustos e ímprobos que, en lugar de dedicarse a servir a los demás, se sirven de sus cargos para demostrar su poder, negociar roles, cargos y funciones, y ofrecer o aceptar dinero, como el caso de los “10 verdecitos”.

Todo indica que ahora más que nunca el Gobierno, el Congreso y el mismo Poder Judicial están obligados a realizar una reforma total e integral, que involucre además a la ciudadanía (que debe estar vigilante a través de las distintas organizaciones de la sociedad civil). Como señala el artículo 139, inciso 17, de la Constitución, los ciudadanos tenemos derecho a la participación popular en el nombramiento y revocación de los magistrados.

A pesar de todo, creo que el Perú y los peruanos somos más grandes que nuestros problemas. Tenemos reservas morales que deben aflorar para combatir y denunciar todo resquicio de corrupción.