No es La Casa Usher de Edgar Allan Poe, tampoco la vivienda donde se filmó El Conjuro, ni la mansión donde penaba Nicole Kidman en Los Otros. Este recinto que, en efecto, parece la escenografía de un blockbuster de horror es la famosa Quinta Heeren: una casona de Barrios Altos que entre fines del siglo diecinueve y la primera mitad del veinte fue sede de varias embajadas, desde la de Estados Unidos hasta la de Japón, pasando por las de Alemania, Bélgica y Francia. Tenía una plazuela propia, donde –dicen– funcionó el primer zoológico de Lima, y en sus dominios se levantó la que habría sido la primera cancha de tenis del Perú.
Pero nada de eso se recuerda tanto como el suicidio que ocurrió dentro de sus instalaciones el 24 de febrero de 1928, y que, en adelante, provocó que la casa sea asociada con fantasmas y eventos paranormales. Ese día, el huésped del chalet número 3, un negociante japonés llamado Seiguma Kitsutani, cogió su navaja de afeitar y acabó con su vida. Era dueño de una cadena de bazares y una fábrica de muebles de bambú que, lamentablemente, no le dejaban suficientes dividendos. Quiso recuperase de la mala racha prestándose dinero para comprar lana de auquénidos en Arequipa, pero la iniciativa tampoco prosperó. Agobiado por las deudas, y ante la posibilidad de ver su honor mancillado, Kitsutani se aplicó un corte profundo en el cuello. Su cadáver fue hallado en el salón principal del chalet junto a dos cartas donde explicaba las razones de su radical decisión. Días antes, intuyendo seguramente su desenlace, el empresario había enviado a Japón a su esposa y su hijo para mantenerlos al margen del escándalo de tan violenta desaparición. Sin herencia de ningún tipo, la mujer y el niño no pudieron levantar cabeza económicamente, así que, antes de caer en la indigencia, siguieron los pasos de Seiguma: se mataron «por vergüenza y para no pasar hambre».
El condominio –de casi cuatro hectáreas– es un símbolo del centro de Lima y, junto con la Casa Matusita, arrastra la leyenda de una supuesta maldición. Hasta septiembre pasado, a través de una página de Facebook, los actuales dueños aún organizaban visitas turísticas que incluían buffet y show criollo. También ha servido como locación para comerciales, y más de un transeúnte ha pretendido visitarla en Halloween para documentar la tétrica experiencia. Hay quienes afirman que el espectro de Kitsutani aún se pasea sin cabeza por los pasadizos del predio. Créanme que no está dentro de mis planes averiguarlo.