Nadie que haya ganado por lo menos una Champions League en su vida merece ser llamado perdedor. Eso tendría que bastar para que nadie tuviera la osadía de vapulearte. Pero con Josep Guardiola, el paradigma del ‘tiki-taka’, el obsesivo de las formas, el filósofo del pase y la alta intensidad, es distinto. Y lo es principalmente porque ha hecho del ‘casi’ su bandera.
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Después de haber dirigido a la sinfónica más afiatada e impresionante de este siglo, y tal vez del anterior (el Barcelona de Messi, Xavi e Iniesta), Guardiola no ha sido capaz de coronar una era indiscutible con ningún otro club. Ha orquestado sí, equipos preciosistas que cautivan a millones de personas desde la platea, el televisor y el celular. Y valgan verdades, si no fuera por su modo de ver el fútbol, este deporte sería más ordinario y, seguramente, menos gente pagaría el cable con gusto.
Pero esos sentimientos genuinos del español no lo eximen de una verdad: luego del Barza, Guardiola no ha conquistado ninguna Champions League, acaso el único campeonato que debe importarle a un poderoso de Europa más allá de que la Liga Premier sí es competitiva. No lo admitirá nunca, pero qué no daría por cambiar sus Copas de Alemania, Copas FA o Community Shields por una ‘Orejona’.
Guardiola deleita cada año con sus equipos, alcanza la excelencia y, con ello, capta a nuevos fieles y mantiene a los antiguos. Pero más o menos entre abril y mayo de cada temporada, cuando todo indica que se consagrará con una nueva Champions y demostrará que es un ganador con todas sus letras y que su éxito no solo fue coincidir con el mejor Messi, pierde. Pierde como ante el Chelsea el año pasado, pierde como esta vez ante el Real Madrid en cuestión de minutos.
Ayer, luego del golazo de Mahrez, Guardiola cometió un pecado de entrenador principiante: se olvidó que tenía enfrente al Real Madrid. Y se le ocurrió sacar a sus hombres más peligrosos del campo en el último cuarto del partido: Kevin De Bruyne, Gabriel Jesús y el propio Riyad Mahrez. Luego, cuando el Madrid ya le había encajado dos goles en dos minutos, llevando la serie al tiempo extra, el City no tenía con qué hacerle daño. Ese error es todo suyo. Pep no solo no pudo sostener el resultado, sino que se desmoronó ni bien los merengues le enseñaron el escudo y cogieron una lanza.
Tras el pitazo final, Guardiola hizo gala una vez más de su manual de buen perdedor: se acercó a Ancelotti, le dio la mano, y después ingresó a la cancha para saludar a sus rivales y consolar a sus jugadores. Es una escena digna, desde luego. No sobran quienes saben perder. Pero se repite tanto que al español ya no se le relaciona con el triunfo, sino con el casi. Es un ganador moral, Guardiola. Alguien que está acostumbrándose a besar la medalla de plata mientras otros celebran en su cara. ¿Será acaso el lugar que le tiene reservado la historia?
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