La figura del ídolo suele edificarse sobre el drama. También en la complicidad entre aquello que inspira y lo que rinde. Eso sí, cuando lo segundo falla, es eso primero lo que indulta al futbolista de la hoguera. En palabras de Marcelo Bielsa, es el amateurismo aquello que defiende las malas rachas: la entrega, el sacrificio, el sudor, la lágrima.
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Gianluca Lapadula es el ejemplo idóneo. Un goleador que aunque inverne todo el año en la banca de suplentes de su club, hizo suyo el titularato en el corazón de la selección peruana. ¿Por qué? por lo que transmite y contagia.
El delantero de Benevento es un prodigio de gestión de las emociones buenas. Baila, canta, seduce y además, hace goles. Su desafío más grande en la blanquirroja no fue adecuarse a la forma de juego ni capitalizar la eficacia en ataque, sino convencernos de que hay vida más allá de ese mundo al que conocíamos como Paolo Guerrero.
Y con ese reto no ha podido nadie más que él.
Raúl Ruidíaz en cambio, convive en un raro equilibrio entre la decepción y la expectativa. Ya sea por cuestiones tácticas o circunstancias propias del fútbol, su imagen de héroe de club no ha podido retratarse con éxito bajo los hilos de Ricardo Gareca.
No hay duda de su entrega, pero tampoco evidencias certeras de una relación idílica con la rojiblanca. Y en el fútbol mandan las emociones.
Como dice el escritor mexicano Juan Villoro, el fútbol también existe cuando la pelota no está en juego. Y es en esa otra cancha donde a otro goleador de demostrada jerarquía como Ruidíaz aún le hace faltar anotar. Con casi 32 años, el exUniversitario no pierde las esperanzas, por ahora solo las pospone.
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