A inicios del 1900, la fiesta de carnavales marcaba las fronteras que dividían a Lima, una ciudad glamorosa y callejera a la vez. Por un lado, los eventos de la alta sociedad limeña, hombres de sombrero y bastón y chicas de vestido a gogó aprendiendo a bailar mambo en el Hotel Crillón; por el otro, ejércitos de muchachos que irrumpían, mitad algarabía mitad espionaje, en cada esquina de los barrios limeños para capturar una víctima y bañarlos con agua de tanque, talquearlos como si fueran bebitos, maquillarlos con betún. O el cambiarle el color a la carrocería de un Cocharcas-José Leal, de una Covida, de una 73.
Eran los democráticos carnavales. Lima era una ciudad bella, pero salvaje. Es.
Desde que ganó el Miss Playa 1967, y era tan popular como el Nene Cubillas, Gladys Arista fue una de las reinas de esos bailes que, cada quincena de febrero, se adueñaban de las noches de la capital. Aparecía en las páginas de sociales, salía en la TV. Fue la primera supermodelo peruana de aquellos años y representaba ese lado de Lima fashionista de carnavales, con comparsas en Miraflores, disfraces en el balneario de Ancón, madrugadas en El Bolívar. En los barrios de la capital la sonrisa de verano le pertenecía en exclusiva a muchachos como los de esta foto histórica del Archivo de El Comercio: en el 902 de una calle en el Centro cerca del Rímac, jóvenes de pantalones remangados y zapatos en punta, se abrazan y posan para la posteridad, antes de bañar en agua y pintar con betún a un incauto.
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ESTA ES LA FOTO:
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ASÍ SE CELEBRABAN LOS CARNAVALES EN LIMA:
Fuera de Lima, los carnavales eran herencia. Cuenta el Archivo Histórico: “Los carnavales son fiestas populares que se viven en todo el Perú. Una de ellas es la fiesta de la ‘yunza’ o ‘cortamonte’, donde se colocan juguetes o productos en las ramas de un árbol que será derribado en medio de cánticos y ritos, para que luego la gente tome los objetos como regalos”. En Cusco, en Ayacucho, en Cajamarca, son célebres, interminables y patronales estas fiestas. Si es fiesta agarrarse a baldazos de agua o globazos con quien no quiere.
Pero quizá esa violencia fue el principal enemigo de las fiestas callejeras de carnavales. No todo era felicidad: era también un juego abusivo que cruzaba fácilmente los límites, casi un secuestro. Por eso, y ya en febrero de 1822, La Gaceta publicó un Decreto Supremo donde quedaba prohibida “como contraria a la dignidad y decoro del pueblo ilustrado de Lima, la bárbara costumbre de arrojar agua en los días de carnaval”.
Y eso que no llegaron a ver cómo luego se usaba pintura acrílica, barro y aceite de camión.
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